jueves, 5 de noviembre de 2015

lEYENDAS: LA SEGUNDA FUNDACIÓN DEL CUZCO




El destino de la segunda dinastía incaica –que se ha convenido en hacer nacer en el reinado de Inca Roca, cuando acaso arranque únicamente de Yahuar Huácac o Viracocha, entre los que cabe un cambio genealógico– es, a todas luces, guerrero, expansivo y civilizador. Del triunfo sobre los Chancas, que llegaron hasta las alturas de Carmenca amenazando destruir o sojuzgar a la naciente urbe de los Hurin Cuzcos, data el nacimiento del Imperio y, por consecuencia, el esplendor urbano del Cuzco. El segundo fundador o marcayoc imperial del Cuzco es Pachacútec Inca Yupanqui, el vencedor de los Chancas.
En la confusa y contradictoria historia de las panacas cuzqueñas se señala, con más o menos intensidad, a Pachacútec como el gran urbanista del Imperio, que dio las primeras normas suntuarias, transformó el Cuzco de la aldea de casas pajizas y "sin proporción ni arte de pueblo que calles tuviese" en la ciudad de las grandes canchas o palacios y del esplendor y señorío de su fortaleza y templo del Sol. Pero son los cantares recogidos por Betanzos y Sarmiento los que exaltan y describen, con primor, la epopeya civil de la reconstrucción del Cuzco realizada por Pachacútec.
La transformación y embellecimiento del Cuzco emprendidos por Pachacútec no pueden entenderse sino como una segunda fundación. El Inca urbanista derribó todo lo viejo, hizo salir a los habitantes a las provincias vecinas, trazó un nuevo plano del Cuzco y lo construyó de nuevo desde sus cimientos, convirtiendo una ciudad de barro y de paja en una ciudad monumental de piedra, rígida, soberbia y geométrica.
Ritos mágicos y propiciadores rodean la segunda como la primera fundación y la leyenda convoca, para el surgimiento de la urbe de Pachacútec, los mismos signos votivos que presidieron e hicieron venturoso el destino de la urbe fundada por los Ayar, bajo la ubérrima protección del Sol. El número cuatro –o el tres más uno, con su carga jerárquica, o el doble de cuatro, ocho– vuelve a regir la simétrica astrología quechua en su radicación sobre la tierra abrupta, como un conjuro de orden contra el reto de las fuerzas ocultas y disgregadoras de la naturaleza. El mito de la fundación por Manco cuenta que de la ventana de Tamputocco salieron cuatro hombres –Ayar Manco, Ayar Cachi, Ayar Uchu y Ayar Auca– y cuatro mujeres –Mama Ocllo, Mama Guaco, Mama Ipacura y Mama Raua–, los que emprendieron la marcha hacia el Norte para fundar el Cuzco. Manco es a la vez, por un sino esotérico, una parte de la pirámide fraterna y cuadrangular y el vértice de ella. Sólo Manco llega, entre los Ayar, a fundar el Cuzco mientras sus hermanos perecen en la lucha y una sola de las mujeres –Mama Ocllo– tiene descendencia en este proceso rítmico y numérico de cooperación armoniosa, sacrificio colectivo y endiosamiento individual que son, al cabo, la imagen del pueblo quechua y de su Inca, vértice impar de un edificio implacablemente binario.
El mismo número cuatro –o tres más uno– o de cuatro parejas –o sea ocho–, decide los grandes acaeceres de la época de Pachacútec: la derrota de los Chancas y la reconstrucción y población del Cuzco. El cantar del Inca Yupanqui, recogido por Betanzos, relata que fueron "tres mancebos hijos de señores nobles" –Vicaquirao, Apo Mayta y Quilliscachi Urco Huaranga– los que secundan al joven héroe Inca Yupanqui para levantar el ánimo de los cuzqueños, abatido por la deserción de Viracocha y de Inca Urco, el heredero del Imperio, para forjar la resistencia y abatir a los Chancas a las puertas del Cuzco. Estos mismos tres mozos salvan a Yupanqui de las emboscadas de su padre y su hermano. En la batalla contra los Chancas, Yupanqui nombra como generales a sus "tres buenos amigos", tomando para sí el mando general. Ganada la guerra, los "tres mancebos" le ayudan a repartir las tierras, a casar a sus súbditos y asisten a la Capacocha en el templo del Sol, en la que el sacerdote les hace una raya en el rostro con la sangre de las víctimas, como al propio Inca y a los ídolos. Por último, al repoblarse la ciudad, no obstante la valerosa y constante ayuda de los mancebos, por ser éstos "hijos bastardos" de señores de su misma sangre, Pachacútec recobrando su jerarquía impar decide que los descendientes de los tres señores sus amigos, se llamen de Hurin Cuzco y vivan ellos y los de su linaje en el Cuzco bajo, reservando para sí y "los señores más propincuos deudos suyos y descendientes de su linaje por línea recta" el Hanan Cuzco. También en el mito de la segunda fundación aparecen cuatro parejas; pero, en vez de las cuatro mujeres de los Ayar, alejado del ambiente matriarcal primitivo, son "cuatro criados" de Pachacútec y sus amigos –Patayupanqui, Muruhuanca, Apoyupanqui y Uxuta Urco Huaranga– los que ayudan a los héroes en todas sus tareas. Renace, así, plenamente el mito de las cuatro parejas fundadoras y de la casta divina dominadora.
El cantar de Betanzos, a manera de un Vitrubio indio, nos da todos los preceptos urbanísticos seguidos por Pachacútec para su reconstrucción. El Inca ordena, primero, una "traza", dibujo o escultura de la ciudad y de sus barrios. Como Manco, reconstruye la Casa del Sol en el Hurin Cuzco. Hecha la maquette del templo, el propio Inca va a las canteras de Saluoma, a cinco leguas de la ciudad, para medir las piedras del edificio, y regresa al Cuzco y con sus manos, como obrero, porque era hijo del Sol, mide con un cordel el recinto del culto solar. Manda, enseguida, traer llamas y cierta suma de niños y de niñas y hacer la ceremonia de laCapacocha, matando doscientos de éstos en honor del Sol y enterrándolos vivos bajo los cimientos del Coricancha, como se acostumbraba en los templos de la América precolombina.
Dos figuras de barro con el trazo de las calles predeterminaron el Cuzco imperial. Hechas estas figuras, Pachacútec dicta las medidas precautorias de su gran plan urbanístico, que habría de necesitar de veinte años para realizarse. Ordena aumentar las tierras de cultivo, señala ciertas chapas y laderas para depósitos de alimentos, hace canalizar dos arroyos y reparar el canal de agua hasta Mohina, reparte y amojona tierras en el campo y acumula toda clase de elementos de construcción: "piedra tosca" para los cimientos, "barro pegajoso" para las mezclas y para los adobes, madera de alisos, cardones para untar y lustrar las paredes, sogas gruesas, maromas y nervios de cuero de llama para el transporte de las piedras. Hecho esto ordena salir a todos los habitantes a los "pueblezuelos" inmediatos y haciendo traer un cordel mide con éste –como más tarde los conquistadores españoles– el trazo rectangular de la ciudad que había dibujado, "señalando los solares e casas de cada linaje".
Cincuenta mil indios, de todas las regiones conquistadas por Pachacútec, trabajaron en la reconstrucción. Los cimientos los echó hasta donde topaban el agua: de ahí sacaron caños para todas las casas y canales. Los palacios o canchas de los Incas y de sus diversos linajes ocupaban el centro de la población. Los muros eran de "piedra tosca" en la parte baja y cimientos, de piedra pulida y bruñida en la media y de adobe en la parte alta, y los techos de paja. Tres grandes cercados o canchas, "de muralla excelentísima" según Cieza, levantaron entonces su área y mole imponentes: Pucamarca, Hatun Cancha, destinado a las vírgenes del Sol, y Cassana. El arte supremo de la albañilería incaica se desplegó en los muros lisos y perfectamente ensamblados de estos palacios, cuyas juntura, dice Cieza, "están tan apegadas y asentadas que no se divisan".
En la plaza principal del Aucaypata, destinada únicamente a palacios de los Incas, se levantaron los nuevos y suntuosos edificios de Quishuarcancha, consagrado al dios Viracocha, de Sunturhuasi, en el emplazamiento actual de la Catedral y la iglesia del Triunfo, y Condorcancha, posible residencia de Pachacútec, según María Rostworowski de Diez Canseco.
Conviene también la mayoría de los cronistas en que en este momento es que se dio su definitiva forma arquitectónica a la fortaleza de Sacsayhuaman, construyendo en la parte superior de ella los edificios de piedra pulida y rectangular y los tres torreones que describe el Inca Garcilaso. La antigua fortaleza fue convertida por Pachacútec, además de peñol defensivo de la ciudad, en templo del Sol, reloj solar, enterramiento de los Incas y gran depósito de víveres y armas, ropa y utensilios, como lo vieron Sancho y Pedro Pizarro. El Sacsayhuaman, dice Garcilaso, se constituyó como casa del Sol de armas y guerra, en tanto que el Coricancha quedó como templo de paz, de oración y de sacrificio.
Pachacútec dividió la ciudad en dos barrios aristocráticos: el Hanan Cuzco, de su linaje; y el Hurin Cuzco, de sus compañeros de guerra, los tres mancebos de las batallas contra los Chancas. De las casas del Sol para arriba, todo lo que tomaban los dos arroyos hasta el cerro, era el Hanan; y el Hurin, lo de las casas del Sol para abajo, hasta Pumapchupan. Dentro de sus ritos mágicos y totémicos, la ciudad dibujada y realizada por Pachacútec tuvo la forma de un león o puma, cuya cabeza estaba en la cima altanera del Sacsay-huaman, y fenecía en punta, en la junta de los dos ríos, abajo del templo del Sol, en el barrio de Pumapchupan, que significa y tiene figura de cola de león.
Al efectuar la distribución de los barrios del Cuzco, Pachacútec lo hace ya con un sentido funcional. El espacio que desciende de Sacsayhuaman al Coricancha y sus calles transversales, cuyo centro era el Aucaypata, fue destinado a barrio señorial de los Incas o residencia de los ayllus de sangre real. En la parte baja fueron a vivir, hacia Pumapchupan, los ayllus reales bastardos provenientes de mujeres alienígenas o de baja suerte, a los que se llamaba Guaccha Cconcha o "provenidos de pobre gente e baja generación". Gutiérrez de Santa Clara y Las Casas dan datos precisos, en los que no se ha puesto atención, sobre la división del Cuzco y ubicación de los ayllus o panacas de los descendientes de cada Inca, hecha por Pachacútec. Según Las Casas, que trae la versión más explícita, Pachacútec ordenó que residieran en el Hanan Cuzco los cinco ayllus de sus antepasados a partir de Inca Roca, o sea los llamados Cápac Ayllu, su propia panaca, Iñaca Panaca, la de su padre, Cuzco Panaca, la de su abuelo, Aucailli, de su bisabuelo y Vicaquirao, de su tatarabuelo. En el Hurin Cuzco residían los ayllus Usca Mayta, Apo Mayta, Hahuayni, Raura Panaca y Chima Panaca, correspondientes a los cinco Incas de la primera dinastía (Esta ubicación coloca los ayllus en una posición histórica en la que prevalecen los inmediatos parientes de Pachacútec y decrecen a medida de su antigüedad los ayllus de los Incas primitivos. O sea que el Hurin Cuzco sería, pese a las disposiciones imperiales, no el refugio de los bastardos o de sangre mezclada, sino precisamente de los más rancios linajes incaicos, incluso el del fundador Manco Cápac).
Alrededor de este núcleo autóctono, surgen en la ciudad imperial de Pachacútec, formando un cerco a la villa señorial, los barrios correspondientes a los habitantes de las diversas regiones del Imperio. De la plaza principal del Aucaypata partían los cuatro caminos hacia el Chinchaysuyo o Norte, el Contisuyo u Oeste, el Collasuyo o Sur y el Antisuyo o Este selvático. Al margen de estos caminos se agrupaban, pasada el área señorial y guardando su correspondencia geográfica, los linajes forasteros del Cuzco. Fueron poblando –dice Garcilaso– conforme a los lugares de donde venían. Los del Oriente al Oriente y los del Poniente al Poniente y cada uno guardaba el sitio de su provincia. Revisando sus diversos barrios "se veía y comprendía todo el Imperio junto, como en un espejo o en una pintura de cosmografía".
El Cuzco vino a ser, así, la síntesis exacta del Tahuantinsuyo. En su ámbito se cruzaban las cuatro grandes vías de piedra que venían de los ángulos más lejanos del Incario. En la plaza principal el suelo estaba cubierto con arenas traídas de la costa y en sus andenes se había volcado cargas de tierra vegetal de la selva cercana. Los caciques de los pueblos sojuzgados debían residir cuatro meses del año en el Cuzco, donde tenían sus palacios particulares, y sus hijos debían educarse en la ciudad imperial. Lo más de la ciudad, dice Cieza, fue poblado de mitimaes y estaba tan "lleno de naciones extranjeras y tan peregrinas, pues había indios de Chile, Pasto, Cañares, Chachapoyas, Guancas, Collas y de los más linajes que hay en las provincias".
Una multitud extraña y heterogénea, de rostros y expresiones diversas, ambulaba por sus barrios y llevaba al rumor de la ciudad cosmopolita no sólo sus tributos y sus frutos, sino sus teogonías y sus mitos, sus dolores, trabajos y alegrías. No obstante la desemejanza de los diversos tipos indios, poco perceptible al extranjero, que hiciera decir a Cieza que "son todos de una color y facciones y aspecto y sin barbas, con un vestido y un solo lenguaje", podía reconocerse a cada uno y decirse de qué provincia era, por el color del llautu que le ceñía la frente o por el corte de pelo. Entre los diversos indios que trepaban, en la hora de la reconstrucción, a la mole de Sacsayhuaman, llevando tierra o piedras en sus mantos de cabuya liados a la espalda, o entre los cargueros ágiles que circulaban por los callejones y andenes del Cuzco portando maíz, pescado o carne seca, podía reconocerse inmediatamente a los fuertes y hermosos Cañares por sus coronas de pelo entretejidas con sus largos cabellos; a los indios de Huancabamba, por sus trenzados menudos; a los bravos Conchucos, por sus madejas de lana roja; a los de Jauja, por sus llautos negros de cuatro dedos; a los de Piura y el Chimú, por sus diademas de oro y chaquira; a los de Canchis, por sus trenzas negras envueltas en la cabeza; a los Canas, con sus altos y redondos bonetes; a los Collas, con suschucus ceñidos a las cabezas alargadas y chatas y a los Yungas del Chinchaysuyo, señores de la elegancia indígena y maestros de vestir de los Incas, por sus mantos bordados y sus rebozos blancos de algodón envolviéndoles la cabeza como alárabes o como almaizares moriscos.
Toda esta población, continuamente renovada, atraída o devuelta a las zonas conquistadas, a las extremidades del territorio de Quito o de Tucumán o de Chile, o a las zonas rebeldes a la unificación, era acogida en el seno de la ciudad imperial y luego devuelta, en un ritmo alterno de sangre nueva y vieja, de diástole y sístole, que bien explicaría el dictado de la ciudad "corazón". De las provincias eran llevados al Cuzco los más eximios obreros: ceramistas, plateros, tejedores, danzarines, alarifes, honderos, para aprovechar su técnica, pero también para que ellos asimilaran las costumbres sociales y políticas, la lengua y el culto de los Incas. El Cuzco, a la vez que imponía sus normas sociales y sus ritos y hasta sus modas a los pueblos vencidos, respetaba y dejaba subsistir los de éstos y, celoso de su función totalizadora, llevaba al propio recinto de sus dioses los ídolos venerados por los pueblos tributarios. El santuario del Cuzco era, por esto, como el Olimpo de todos los dioses indígenas, presidido por el Sol, como un Júpiter complaciente y fraterno.
A la vez que la concentración geográfica y la función capitalina, se afirma, entonces, la distribución de la ciudad en una forma orgánica que correspondía a las diversas formas de vida y repartición gremial del trabajo, por "cofradías y compañías" de los diversos artes y oficios. Hubo, así, el barrio de los "plateros de oro y plata", el de los alarifes, el de los tejedores –del que queda huella en la calle de Ahuacpinta–, el de los olleros, el de los soldados, el de la cárcel o samcacancha, el de las escuelas o yachahuasi, aparte del barrio eclesiástico o sagrado del Coricancha, al que sólo se podía entrar con los pies descalzos.
La transformación radical realizada por Pachacútec es la de convertir la aldea de paja y el parapeto primitivo de los Huallas y de la primera dinastía, en una ciudad monumental de piedra, de templos y palacios, con espíritu de capital y de corte. Aunque predominan aún algunas notas de la ciudad primitiva –como son la asociación política a base de sangre y vecindad, el sometimiento a ciertos ritos mágicos y el predominio de la tradición oral–, se ha producido, con la ruptura del aislamiento, con la campaña guerrera y la aparición de los mercaderes, un entrecruzamiento de culturas que tiende a recoger la experiencia diversificada de otros pueblos y, con ellos, el adelanto de la técnica, el gusto por lo suntuario y los goces de la vida y la preocupación cultural. Junto con el templo a la deidad unificadora, surgen los palacios de los señores, las escuelas, el museo histórico de pinturas de Puquin cancha, las casas de recreo de los Incas en los rincones tibios y floridos –Yucay, Chincheros, Patallacta, Tambomachay–, los jardines de plantas naturales y de orfebrería áurea y las fuentes de agua con cañerías secretas que producían el milagro repentino del chorro de plata sobre la piedra áspera y sombría y sobre los tinajones pardos y ventrudos. El máximo alarde de la villa indígena fueron, sin embargo, sus grandes canchas o barrios señoriales que comprendían dentro de su recinto amurallado, con una sola puerta hasta cien casas, como el Hatuncancha. Estas canchas, con sus cercas de muros lisos, uniformes y sombríos, de traquita gris de los Andes con reflejos azulados o rojizos, con dinteles trapezoidales y sin ventanas ni decoración, daban el tono austero a la ciudad. El prodigio arquitectónico estaba en el sobrio y monótono aparejo de los muros, inclinados hacia adentro, el perfecto encaje de la piedra o almohadillo, que parece de tablas encepilladas. La sencillez, la simetría y la solidez, que dijera Humboldt.
El Cuzco de los Hanan, con su aire monumental y su ostentación de poder y de lujo expresada en su fortaleza de Sacsayhuaman, reedificada y aumentada con sus soberbios torreones, y el Corican-cha enriquecido con el oro y los tributos del Imperio, construido dura y despóticamente para la glorificación personal de los Incas autócratas, tiene, como ha dicho Sharp de las ciudades imperiales, un orgullo seguro y poderoso que expresa la conciencia del triunfo. El Cuzco de los Hanan, aunque subsistan las creencias mágicas y los ritos simbólicos, es predominantemente guerrero y dominador. Los Incas son aclamados por la multitud bélica en la plaza del Cuzco –en el centro de la cual se yergue la piedra de la guerra– en la que se representan sus hazañas y se cantan los hayllis triunfales que piden al Sol la salud y la fuerza, entre el estruendo de los huancares y de los pututos y los alaridos de la multitud. El Inca avanza en sus andas de oro y plumerías hacia el templo del sol, para pedirle ayuda de éste o sacar de su recinto las huacas o dioses que le ayuden en la batalla o, al regreso de las campañas, para depositar en el santuario los ídolos o huacas vencidos y pisar los cadáveres y las armas de sus enemigos. En la confusa alegría del taqui, avivada por la bebida de la chicha y la euforia del éxito, el Aucaypata refulge al Sol con el brillo de las patenas y pectorales de los guerreros, los brillantes colores de los vencidos de los orejones, ornados de tocapusajedrezados y simétricos con el reflejo multicolor de los plumajes de pájaros selváticos que alfombran el suelo de la plaza o con el esplendor rutilante del Inca enjoyado, sobre el que flota la irisada plumería del suntur paucar.
Los síntomas de decadencia se anuncian al lado del esplendor guerrero, si el cesarismo es, como quiere Toynbee, "un subproducto social peculiar de las épocas de descomposición". El Cuzco de los últimos Hanan ofrece ya los caracteres de una relajación. Invaden el Cuzco, según apunta Riva Agüero, mercaderes que negocian en oro, plata, pedrería, telas finas y plumerías de lujo. Al lado del Aucaypata guerrero surge el Cusipata, que se convierte en mercado y en que se cambiaba las cosas por medio del trueque y donde "cada oficio y cada mercadería tenía su lugar señalado". La ciudad y la propia fortaleza están llenas de almacenes de víveres, armas y vestidos. Túpac Yupanqui manda incrustar esmeraldas, perlas y turquesas en los muros del Coricancha, para el que construye un jardín artificial, con plantas, llamas y pastores de oro. Huayna Cápac rompe la severidad de los muros de su palacio, decorándolo con conchas marinas rojas y con mármoles polícromos. Para el nacimiento de Huáscar se manda forjar una cadena de oro que rija la simetría de las danzas. Hombres y mujeres de la casta incaica visten con el mayor lujo y ostentación ropas de cumbe finísimo como seda y el estilo de trajes y de joyas se esparce y es imitado por los habitantes de las ciudades incaicas, que visten a la moda de los orejones y de las pallas del Cuzco, con mantas de chumbi y tupusde plata y oro.
La admiración y la reverencia por el Cuzco se vuelven leyes del Imperio. A su imagen y semejanza se trazan las ciudades de Tomebamba y del Huarcu y otras, repitiendo su traza y los nombres de sus barrios y cerros tutelares. El esplendor monumental y la riqueza del Cuzco deslumbran a las tribus indígenas de la América del Sur, que trasmiten la voz de que en el interior de los Andes hay una ciudad enchapada de oro y de plata, que dará origen, a la llegada de los españoles, a los mitos radiales del Sur y del Norte, de la Sierra de la Plata y de El Dorado, que no son sino el lejano reflejo del esplendor cultural del Cuzco.

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