lunes, 9 de enero de 2012

APU ANTAMINA

En una de las quebradas de Raqchi, muy cerca al cerro Koriwayrachina, en las alturas del vetusto pueblo de Wayllabamba. Se encontraba don Leoncio Ayma, viejo luchador de la comunidad, apacentado sus contados ganados y ovejas. De pronto, el cielo empezó a nublarse y las lluvias comenzaron a caer acompañadas de fuertes granizos y truenos. Al verse sorprendido por la furia de la naturaleza, el pastor no encontraba un lugar apropiado para guarecerse. Rápidamente se le vino la idea que podía meterse bajo la panza de una de sus v vacas preñadas y así lo hizo. En segundos la tierra se llenó de granizos y por las vertientes empezó a discurrir gran cantidad de lodo rojo, arrastrando piedras, plantas, espinos y cabuyas. Súbitamente, a la vez que iluminó toda la falda del cerro, cayó una descarga eléctrica sobre la mansa vaca. Ella desapareció para siempre, mientras que el pastor que se había guarecido bajo su vientre, fue lanzado a una de las quebradas cercanas, donde cayó inconsciente.
Después que paso la fuerte lluvia y granizada, una nube espesa empezó a cubrir el cerro Koriwayrachina. Luego, de alegría, los pajarillos comenzaron a trinar con sus hermosas y entrañas voces. Por fin, Leoncio pudo abrir sus ojos chinos. No se acordaba cuántos días había durado su inconsciencia. Cuando movió sus extremidades, no sintió ningún dolor en su grueso y sólido cuerpo pero, inmediatamente, le vinieron a la mente sus ovejas y ganados.
De pronto se le aproximó un hombre alto y grueso. Iba vestido con pantalones de bayeta oscura, calzaba ojotas y sobre su cabeza llevaba una hermosa corona adornada con plumas multicolores. Con la mano derecha asía un báculo de color negro con chapas de plata, y figuras del sol y la luna. Con voz suave y lenta, el venerable anciano le dijo:
-Don Leoncio, no te preocupes de tus ovejas y ganados, tus hijos las han recogido. Tampoco te preocupes de tu persona, por que hace tiempo tus familiares se han olvidado de ti.
-Gracias, padre mío, seguramente tú me has salvado de la muerte.
-Si, Leoncio. Ahora quiero decirte que tú has sido escogido por lo dioses para que cumplas sus mandamientos.
-Padre, estoy a tus órdenes.
-Entonces: ¡levántate! y sígueme.
Cuando Leoncio se levantó, sentía el cuerpo sano y liviano, como si hubiera rejuvenecido. Leoncio miró el cuerpo de su interlocutor, pero no se atrevió a mirar su semblante venerable. Después del diálogo, el anciano se adelantó con pasos lentos y seguros. Leoncio le seguía. Después de un corto periplo, llegaron debajo de una gran roca roja. De súbito la roca se abrió de par en par.
A Leoncio le causó deleite ver toda la belleza que encerraba la tierra. Seguidamente, comenzó a recorrer por los hermosos laberintos. Había urbes, campos, todo lleno de vegetales, animales y gentes. Después de no sé cuántos días de caminata, llegaron a un corredor techado con ichu; sus bases estaban hechas con piedras, finamente labradas, pero sencillas. Había asientos de piedra, cubierto con cueros de auquénidos. El anciano le dijo, con voz cariñosa:
-Bienvenido a la posada de los sagrados emperadores de la tierra.
-Gracias, por la puerta principal, ingresó una bellísima mujer color canela. Cubría su esbelto cuerpo con una túnica de color rojo que le llegaba hasta las pantorrillas. Un unku tapaba su espalda, dejando ver su cabellera larga y hermosa. En sus manos llevaba un plato en que había choclo y cuy sado. Le seguía un joven que portaba un tomín de chicha y un vaso de tiesto. Después que ambos saludaron con solemnidad, colocaron en él suelo, delante de Leoncio, el alimento y la chicha diciéndole que se sirve. Pero él no podía comer solo. Entonces el venerable tomó la iniciativa en compartir el plato. Leoncio cogió el choclo con la mano y se lo llevó a la boca. Al primer mordiscón sintió que era una delicia, un sabor que jamás había saboreado su lengua. Para terminar, cada uno bebió un vaso de chicha, el néctar de los dioses de los Andes. Después de manducar, el anciano le dijo a Leoncio:
-Soy el Apu Antamina, hijo del dios sol. Juntamente con mi padre te hemos escogido para que cumplas una misión en la tierra.
-Padre, ¿cómo has podido fijarte en mi humilde persona?
Así es, Leoncio. Es que tienes los méritos suficientes para que cumplas nuestra misión.
-Padre, pero… ¿cómo voy a cumplir la misión que me van a encomendar?. Soy un hombre ignorante y no tengo capacidad para estos menesteres.
-Leoncio, espera… no te adelantes. ¡Levántate! , Vamos donde los tres emperadores. Ellos no han muerto, viven junto a nuestro dios sol.
Inmediatamente se levantaron de los asientos de piedra tallada pero, antes de salir a la visita, el Apu llevó a Leoncio hasta una habitación contigua al corredor, diciéndole;
-Leoncio, para llegar a los ojos de los grandes emperadores, primero tienes que bañarte y mudar tus vestiduras para presentarte adecuadamente ante lo ojos de los sagrados reyes.
-Padre mío, conocer a los grandes monarcas de la tierra para mi será un gran honor.
-Así es, Leoncio, te espero.
Cuando ingresó a la habitación, vio unas escalinatas de piedras preciosas finamente engastadas, que bajaban a un pozo de aguas humeantes eran aguas termales. Leoncio comprendió que se encontraba en una habitación para bañarse. Así que se desvistió y luego de colocar sus ropas sobre una piedra brillosa comenzó a descender lentamente hacia el pozo. Las aguas salían de la profundidad de la tierra por dos caños de piedra labrada. Por caño salía agua caliente y perfumada; por el otro salía agua fría. Al juntarse, producían una agradable sensación.
Después que se baño y mudó su indumentaria, Leoncio había rejuvenecido notoriamente. De los sesenta años que tenía, había bajado a unos treinta y la vestimenta que llevaba le otorgaba un respeto casi patriarcal.
Cuando salió del baño, llevando en la mano sus vestidos viejos, Apu Antamina le dijo:
-Don Leoncio, deja tus vestidos encima de este asiento.
-Está bien, mi señor – dijo Leoncio.
Seguidamente salieron por el corredor hacia la calle hermosa, de paredes y pisos de piedras labradas. La inmensa ciudad y los labrantíos que la rodeaban, estaban cubiertos por un cielo azul, lleno de estrellas. Allí existía el día y la noche, pero sin la presencia del Sol. Se percibía una perfecta armonía entre el cielo, el paisaje y la gente que trabajaba en los diversos quehaceres.
Después de recorrer incansablemente el uju pacha (firmamento dentro de la tierra), llegaron a un palacio gigante.
En la entrada, sobre pedestales de piedra, se hallaba, vivos: un puma y un cóndor que vigilaban la puerta abierta de par en par. Apu Antamina y Leoncio ingresaron con paso lento y respetuoso al hermoso palacio de piedra adornado con jardines colgantes y pequeñas lagunas llenas de peces multicolores y aves. Al fondo del palacio se encontraba el fundador del Tawantinsuyo y su esposa. Acaso aguardaban a los vigilantes. El Apu Antamina, después de conversar de tantas cosas en el trayecto desde el corredor hasta el palacio, le dijo a Leoncio:
-No vayas a pensar que sólo en la Tierra hay hombres. El dios Sol a llevado nuestro germen de la vida a otros planetas lejanos. En muchos de ellos, las sociedades de hombres viven felices y en eterna armonía. En otros lugares, aún están en la etapa de incomprensión, como en la Tierra.
-¿Cómo es eso, mi señor? – Interrogo Leoncio.
-El dios Sol es poderoso. Él quiere que todos los astros y planetas se pueblen de hombres.
-¿Cómo es eso, padre mío?
-El sol es la luz y el eje que da vida al universo.
-No comprendo – pregunto Leoncio - ¿Acaso los hombres son enemigos de los hombres?
-En los primeros días de la Tierra, el dios Sol dejó allí al hombre para que él y todos los demás trabajen, coman, disfruten de la vida pero, ¿qué pasó después?
-Así es, mi Dios
-Ahora recibirás los consejos de los trece emperadores, empezando por el poderoso fundador de este glorioso imperio, el inka Manko Kapaq
-Está bien, mi señor ¿y qué haré después?
-Ah, hombre. Regresarás a la Tierra a ordenar lo que se ha desordenado.
Leoncio se postró a los pies del inka Manko Kapaq, escuchando el siguiente mensaje:
-Hombre, mirando, siéntate a mi lado.
Leoncio, tiritando de nervios, se puso de pie sin mirar el semblante del venerable y patriarcal gobernante y se apoltronó a su diestra. El Apu Antamina había desaparecido del escenario.
Después de mucho tiempo, acaso docenas o centenas de años. Leoncio Ayma se encontraba caminando por el corazón de los Andes, por las montañas del Himalaya, o cruzando el desierto del Sahara o en las profundidades de la selva, o en una urbe, cumpliendo el mandato del dios Sol.

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