miércoles, 15 de febrero de 2012

LOS GEMELOS DEL OSO




Hace mucho tiempo, en una quebrada del pueblo de Ranran, vivía una familia de campesinos que tenia una pequeña tropa de ovejas. También tenían una hermosa hija, cuya fama de bella traspasaba las fronteras de la comunidad y era la causa por la que los mancebos usaban cualquier pretexto para llegar ala casa. Ella tenía la responsabilidad de llevar a pastar las ovejas en la cumbre del cerro Pukara. Todos los días, muy temprano, la joven partía cargando su fiambre, una rueca y una porción de vellón para hilar en sus momentos de ocio. Retornaba a su choza cuando la luz del sol estaba desapareciendo en el horizonte, la manta que usaba para llevar el fiambre, la traía cargada de leña para emplearla en la cabaña.
Un día, cuando ella había acabado de hilar, se le presentó un joven simpático y grueso. Estaba elegantemente vestido con un ponchito rojo, que le cubría el pecho y la espalda. Calzaba zapatos negros y cubría su cabeza con un chullo, Después de saludarla, le dijo con tono romántico:
-Hermosa mujer. ¿Por qué no jugamos a la carga?
La pastora, sin mucho pensarlo, aceptó la proposición del extraño joven. Parecía que él la había flechado de amor. Antes de empezar el juego, él le dijo:
-Bella mujer, ¿Qué tal si primero tú me cargas en tu espalda yo cirro los ojos y me llevas al lugar que quieras?
-Está bien –respondió la pastora.
En su casa, la muchacha había despreciado a todos los pretendientes, incluso a muchos jóvenes campesinos que la habían seguido hasta la cumbre del cerro Pukara, intentando hablarle de amor, pero ella nunca accedió a sus requerimientos.
La tropa de ovejas, después de llenar sus panzas con el pasto de la puna, se echaron debajo de un verde y frondoso árbol de chachacomo y se dedicaron a rumiar los cientos de bolos que depositaron en sus estómagos y, luego, descansaron algunas horas.
Cuando la pastora se cansó de cargar al joven, toda jadeante y sudorosa le dijo:
-Gran hombre, ya me cansé de cargarte. Ahora te toca a ti.
-Está bien –respondió - pero tú tienes que cerrar bien los ojos –insistió.
-De acuerdo – contestó, sonriente, la muchacha.
El joven se puso de cuclillas y la muchacha se subió a sus gruesas espaldas. Él comenzó a correr por bajadas, subidas y pampas. Cuando al fin llegó a su meta, fingiendo cansancio, le dijo:
-Bella mujer, puedes abrir los ojos. Ya me cansé de tanto jugar.
-Está bien – contestó la pastora.
Cuando ella abrió sus grandes y hermosos ojos negros, se dio con la sorpresa de encontrarse dentro de una gigantesca cueva. Desesperada gritó:
-¿A dónde me has traído? ¡Que horror! ¿Dónde estoy?.. No conozco este lugar ¡quiero volver donde están mis ovejas! Por favor, llévame, te lo ruego…
-Espera, hermosa mujer, entra a esta habitación, quiero ofrecerte un agradable potaje que, posiblemente, jamás has de haber saboreado en tu casa.
A regañadientes, la pastora aceptó la invitación. Para los ojos de la pastora el joven era un ser humano muy simpático y atlético pero, para los ojos del resto de la gente, se trataba de un oso de facciones humanoides. Presto, el oso la invitó a sentarse sobre una piedra que tenía forma de banca. Desde el fondo de la cueva, el oso trajo un plato de carne asada, papas hervidas y ají molido. Al percibir el olor, la mujer empezó a salivar, seguidamente se puso a consumir la comida con una voracidad inaudita. Cuando culminó de yantar el sabroso plato, y después de agradecer, la pastora se puso de pie para retirarse. Pero se dio cuenta que la puerta de la cueva estaba cerrada con una gran piedra azulada..La joven trató de abrirla, pero era imposible. Sólo la luz de la tarde ingresaba por un pequeño socavón. La mujer pidió que la dejaran salir, pero el joven le rogaba para que se quedara. Entre la súplica y súplica, comenzó a cortejarla, hasta que la pastora cedió a los requerimientos amorosos del oso.
El rebaño, al percibir que la luz del día se perdía en el horizonte, optó por enrumbarse hacia la casa de los padres de la pastora. Cuando el rebaño llegó, los padres se preocuparon por la ausencia de la pastora. Y determinaron salir, esa misma noche, hacia el cerro Pukara y buscarla aprovechando la luz de la luna.
La pastora pasó la primera noche junto a su amante. Al día siguiente, después de levantarse del tálamo nupcial, el oso empezó a desvivirse por ella. Le preparaba los alimentos, limpiaba la casa, le hacia caricias y prestaba todo tipo de atenciones a la mujer.
En la cabeza de los padres de la pastora se metió la idea que algún hombre la había engañado, puesto que ella ya estaba en la etapa de llenar su corazón con el amor de un hombre.
De pronto la joven se dio cuenta que estaba en estado. El joven amante multiplicó las atenciones a su pareja. N o sólo le traía carne, sino también frutas de la selva. Pero, siempre que salía, el mozo cerraba la boca de la cueva con el gigantesco padrón azul. La idea que en cualquier momento su joven amante se marcharía a su casa, se había apoderado de él. Por tanto el plantígrado prefería dejarla encerrada hasta que el retornase.
La pastora alumbró un par de gemelos. Tenían semblante de humano, pero cuerpo, manos y pies, de oso. Sus cuerpos estaban cubiertos de pelos. Aún así a los ojos de la pastora sus hijos eran de belleza incomparable. El plantígrado redobló sus esfuerzos para que su esposa y sus hijos estuvieran bien atendidos.
Pronto los niños empezaron a crecer y a tomar cuerpo. Desarrollaron un intenso sentimiento hacia su madre, de igual manera empezaron a buscar algo de libertad, puesto que día y noche permanecían sin salir de La cueva. Por eso, cuando su padre partía a lugares lejanos en busca de alimento, ellos trataban de salir para gozar en el exterior de algunas horas de aire y rayos solares, pero aún les faltaba fuerza para mover la roca que tapaba la puerta de la cueva.
Un día, el oso partió hacia un lugar lejano con el propósito de traer carne especial para festejar el primer aniversario del nacimiento de sus hijos. Esto fue aprovechado por los gemelos para empujar el pedrón de la puerta y salir al exterior. Cuando lo lograron, todos se pusieron felices festejaron su libertad y salieron a conocer el paisaje, a corretear y disfrutar de los rayos del sol.
Después de varios días, el oso retornó a su cueva, cargado de carne de otorongo. Un hermoso
-picaflor, de color verde y largo pico y rabo, se apareció frente a él y le dijo:
-Oiga, amigo oso… quiero decirle una cosita…
-¡Qué cosita ni qué…! – Dijo el oso y le dio un manotazo que rompió una de las patitas de la avecilla.
Después de reaccionar del tremendo golpe, todavía tuvo el valor de decirle al oso:
-¡Qué malo eres! Sino me hubieras roto mi patita, te hubiera avisado sobre la situación de tu esposa y tus hijitos.
Al escuchar las palabras del picaflor, el oso experimento un horrible remordimiento por haber golpeado a la diminuta avecilla. Dejando a un lado la carga de otorongo, el oso, con voz compungida, dijo:
-Animalito lindo…perdóname por favor. Acércate a mi lado, quiero curarte tu patita.
-¿Con qué? Dijo la avecilla.
-Con mi moco, - dijo el oso.
Completamente nervioso, el picaflor aceptó la invitación del oso. Con un dedo, el plantígrado sacó de su fosa nasal una porción de materia amarillenta. La avecilla, muy temerosa, se dejó coger y el oso untó con sus toscos dedos la materia amarillenta y ligosa sobre la patita de la avecilla.
La avecilla recuperó su libertad y, volando, se posó sobre la rama de un árbol. Mirando al picaflor, la bestia le dijo:
-Picaflorcito, dime: ¿qué sabes de mi esposa y mis queridos hijos?
-¡Ay, buen oso!... ¿sabes qué?
-¿Qué sabes de mi familia? ¿Acaso algún accidente les ha pasado?
-Nooooo… -dijo la avecilla.
-¿Entonces?
-Oso, ahora sufre, corre a tu casa y entérate con tus propios ojos – así diciendo, el picaflor voló en dirección a la cueva del oso.
En el semblante de la bestia se dibujo una indescriptible desesperación y, abandonando la presa de otorongo, corrió en dirección de la vivienda.
Cuando la pastora y sus gemelos llegaron a la casa de los padres, los ancianos los recibieron con lágrimas en los ojos pero, cuando vieron a sus nietos, de inmediato se produjo animadversión contra ellos, porque parecían osos, a excepción de su semblante. De inmediato, el anciano le preguntó a su hija:
-¿Quién es el padre de tus hijos? ¡Quiero conocerlo?
-Padre, es que ah muerto – mintió la pastora.
-En buena hora, hija. Seguramente habrá sido un oso feo como éstos, ya me imagino.
-Padre: ¿Cómo te atreves a decir que son osos? Son muy bonitos mis hijos.
-Hija, estás confundida, y mejor ocultaremos a estos, tus hijos, porque que dirá la gente de estas horripilantes pequeñas bestias.
-¿Por qué, papá?
-Hija, compréndeme, es que son bestias feas.
Cuando después de un largo viaje, llegó el oso a su guarida, encontró la puerta abierta y luego de recorrer el amplio ambiente buscando a su esposa e hijos, salió al exterior a buscarlos, pero no encontró ni rastro de ellos.
Entonces, desesperado, el oso empezó a buscar al picaflor por el cielo y por las ramas de los árboles. La avecilla se hallaba oculta entre el forraje de unas flores. Estaba parada sobre una sola patita y tenía todos los sentidos puestos en la bestia. El oso se puso a llorar por la desesperación de su esposa e hijos. Al paso de los días, la bestia empezó a adelgazar, ya que había perdido el apetito por la preocupación que tenía por sus seres queridos. Ya no quería vivir en la cueva. Prefería estar sentado, horas y horas, soleándose y meditando en el exterior de la guarida.
Después de un tiempo, el picaflor apareció ante los ojos del plantígrado y le dijo:
-Señor oso, hasta ahora no he sanado. Mi patita me sigue doliendo. Todas las noches duermo parado sobre una sola patita.
-Qué pena, picaflorcito… te pido mil disculpas, yo tampoco puedo curarme del mal de mi corazón. Este martirio me mata día a día, por la desesperación de mi esposa e hijos. Picaflorcito , quiero pedirte un gran favor. Quiero que me digas dónde están mi esposa y mis hijos. Yo sé que tú sabes sobre su paradero. Por favor, picaflorcito, dímelo…
El oso se puso a llorar. El hermoso picaflor se paró, en una sola patita, en la rama de un árbol carcomido y lleno de salvajinas, y a la distancia, le habló:
-Amigo, si sé donde están. Pero antes que te lo diga, quiero que me hagas un favor muy grande.
-¿Qué?... dijo el plantígrado, con voz suplicante.
-Quiero que me prometas que, a partir de la fecha, no maltrataras a ningún animal, por que ellos también tienen derecho a la vida.
-Te prometo, picaflorcito hermoso – contestó el oso
-Está bien – dijo la avecilla.
-Ahora, dime ¿dónde están mi esposa y mis hijos?
-Se han ido a la casa de tus suegros
-Picaflorcito, ¿ y dónde queda la casa de mis suegros? ¿Acaso conoces? Por que yo a ella la conocí en la punta de una montaña
-Oso. Amigo mío, yo te guiaré ¡vamos!
Inmediatamente emprendieron viaje. La avecilla volaba al lado del oso, mientras que la bestia se desplazaba cargando dos piernas gordas de vaca.
En la casa de los padres, los dos antropoides pequeños fueron encerrados en una habitación, por vergüenza a los vecinos. La madre se dedico a buscar dinero para la mantención de sus vástagos.
Para don Pascual, que así se llamaba el abuelo, era un castigo que su hermosa hija tuviera hijos tan horribles. ¿Acaso era un castigo de Dios, por que ella había despreciado a muchos pretendientes que hasta habían llorado por su amor?
De pronto, don Pascual escuchó que tocaban la puerta de su casa. Dejando sus quehaceres fue a abrir pero, grande fue su sorpresa, cuando encontró en la puerta de su casa a un oso gigante, cargado con dos piernas gordas de vaca. De inmediato, don Pascual se imaginó que sería el marido de su hija, por tanto, a regañadientes, lo invitó a pasar a su humilde bohío.
El campesino vivía en una quebrada llena de vegetación, donde junto con su esposa habían construido su casita, cuando comenzaron a convivir.
Después de depositar en la despensa las dos piernas de vaca, Don Pascual sacó una garrafa de aguardiente con la intención de invitar al oso. Los dos se sentaron sobre unos poyos, en el corredor de la cabaña. Empezaron a beber, con una diferencia: don Pascual tomaba en una copa, mientras que el plantígrado tomaba en vaso grande. Pronto el oso empezó a embriagarse y a contar su vida en el monte.
E tanto la pastora y su madre llevaron a un pueblo cercano unos burritos cargados con papa y maíz, para vender y, con ese dinero, comprar víveres y ropa para la casa.
En la casa, el oso cayó de cara al suelo, por efecto del aguardiente. Don Pascual inmediatamente se dirigió a la cocina y de allí extrajo un filudo cuchillo. Estaba seguro que con la presencia del oso en la casa, su familia se convertiría en la burla de toda la gente, por consiguiente decidió eliminar al oso y tendría que ser ahora, porque después ya no habría otra oportunidad. Así, con serenidad inaudita, don Pascual clavó el cuchillo en el corazón del plantígrado. La bestia estaba tan mareada que ni siquiera reaccionó cuando el cuchillo le traspasó el gigantesco corazón.
Después, don Pascual, utilizando un pico, abrió una fosa en su corral y allí enterró al oso, debajo de su chalero.
Al día siguiente, cuando la anciana y su hija regresaron con los burritos cargados de ropa y víveres, don Pascual las recibió con gran regocijo y cocino un gran banquete. Antes de empezar con el manduco, les dijo:
-Esposa, hija mía, Dios es grande. El se ha compadecido de nosotros, pues cerca al echadero de nuestros ganados he encontrado un ganado desbarrancado, sin dueño. Solamente he pedido traer las dos piernas de la vaca, el resto se ha quedado para que lo disfruten los cóndores, pumas y zorros. Por favor, siéntense, ya eta preparada la comida.
Después de descargar los burritos, depositar los víveres en la despensa y las ropas en el corredor, las mujeres se dirigieron a la cocina. La pastora antes fue a la habitación donde estaban encerrados sus hijos. Para saludarlos y traerlos a participar del banquete.
Durante el banquete, los ositos agarraron una troncha grande carne y la empezaron a despedazar con los dientes. El anciano los miraba asqueado, porque no respetaban ninguna regla de urbanidad. Durante el banquete, la pastora le dijo a su padre:
-Padre, en el viaje que he realizado con mi madre, hemos comprado roa y zapatos para mis hijos, por que ya están en edad de estudiar y quiero ponerlos en la escuela. Ojalá la gente comprenda. Tal vez por medio de la escuela mis hijos puedan humanizarse.
- Pero hija, ¿Cómo vas a disimular sus cuerpos, manos y pies?
-Padre, los cuerpos los cubriré con la ropa y sus pies con los calzados que hemos comprado. Sus manos las disimularé con guantes que voy a tejer.
-Hija, ya que has pensado de esta manera, está bien. Ojalá la gente comprenda la situación – respondió el anciano, masticando un trozo de carne.
-Padre mío, gracias por tu permiso
-N o hay porque – respondió don Pascual.
Algunos días después, los sitos fueron matriculados en la escuela del pueblo, La mujer empezó a preparar a los niños para que se porten bien con el profesor y sus compañeros de estudio.
Para don Pascual, la existencia de sus nietos se había convertido en una pesadumbre. Todo el mundo tenía puestos los ojos en los pequeños antropoides.
Cuando llegó el primer día de clases, los ositos no podían caminar hasta la escuela por que los zapatos nuevos les desollaban los pies y los hacían caminar cojeando. Entonces los alumnos comenzaron a burlarse de ellos, no sólo porque no podían desplazarse, si no también por su físico y formas de comportamiento. Ante tanta mofa, los pequeños animales se quitaron el calzado y reaccionaron violentamente, maltratando a los dicentes y destruyendo el mobiliario escolar. Este hecho significó la expulsión de la escuela para los dos pequeños antropoides. Al informarse de lo sucedido, la pastora se puso a llorar desconsoladamente, porque el futuro de sus vástagos se frustraba y comprendió que su existencia se iba a convertir en una carga y, con el tiempo, hasta en un martirio.
Una mañana, después de desayunar, el abuelo dijo a sus nietos:
-Queridos nietos, he recibido el cargo de la Virgen de la asunción, por tanto quiero que vayan a la selva a traer cantidad de leña para la fiesta.
-Está bien – dijeron los ositos, muy alegres.
Los dos antropoides partieron hacia la selva llevando ponchos, sogas y fiambre. Cuando llegaron a las profundidades de la selva, encontraron gran cantidad de leones, cocodrilos, pumas, cóndores, serpientes, tigres, pirañas, arañas y hormigas venenosas. Don Pascual estaba muy seguro que sus nietos nunca más regresarían, porque serian devorados por los animales de la selva. Sin embargo, después de algunos días, las pequeñas bestias retornaron a la casa del abuelo, arreando cantidad de leones, pumas y tigres, cargados de abundante leña. El plan de don Pascual había fallado, puesto que los ositos habían domado a las fieras de la selva.
Un día, a la comunidad de don Pascual llegó una preocupante noticia: Uno de los países vecinos le declaraba la guerra al Perú. Por consiguiente, los jefes militares empezaron a reclutar a mucha gente para enviarlos a la frontera. Don Pascual fue el primero que entregó a sus nietos para que defiendan el territorio peruano.
Don Pascual estaba seguro que sus nietos nunca más regresarían, porque los jefes colocarían a los pequeños antropoides en la primera línea, como carne de cañón. Sin embargó, las bestias retornaron con galones en las hombreras ya que en la guerra se habían batido como grandes y temerarios guerreros. Incluso, la patria los había declarado héroes.
Para don Pascual nuevamente empezó la tormenta. Estaba seguro que con los galones que habían obtenido, los ositos cometerían todo tipo de tropelías contra los pobladores.
Cuando llegó el esperado día de la Virgen de la Asunción, la casa de don Pascual se llenó de familiares, amistades y vecinos de la comunidad. Todo el año se habían preparado para este acontecimiento. Después de desayunar, la muchedumbre se desplazó hasta el templo. A la cabeza iban los bailarines acompañados por las bandas de música.
Don Pascual, junto con sus nietos, caminaba en dirección al templo, acompañados por la muchedumbre. De pronto, don Pascual le dijo a sus nietos:
-Hijos, yo me siento orgullosos de ustedes. Para los dos no hay nada imposible. Son los hombres más valientes que he conocido en la vida.
-¡Gracias, abuelito!
-Nietos: también el pueblo se siente orgulloso de ustedes. Porque han hecho muy alto el nombre de nuestra comunidad al participar en la guerra.
-Gracias abuelito – dijeron los ositos.
-Hijos, ahora quiero sentirme más orgulloso de ustedes. ¿Saben cómo? Quiero que a éste, mi pueblo, le demuestren su valentía.
-pero, abuelito ¿cómo? No entendemos, explícanos por favor.
-Quiero que en este momento se adelanten…
-¿A qué abuelito?
-Quiero que suban a la torre de la iglesia.
-¿Y después, abuelito?
-Toquen la campana para llamar a la gente.
-Está bien, abuelito…
-Pero hijos, después quiero…
-¿Qué cosa, abuelito?
-Quiero que salten de la torre de la iglesia hasta el ágora, para demostrar a los vecinos que son valientes y, a la vez, superiores a la gente de nuestra comunidad.
-Está bien, abuelito. En este momento nos adelantaremos.
La muchedumbre avanzaba con paso lento, al ritmo de la banda de músicos; Los bailarines ejecutaban sus danzas.
Abruptamente, las campanas de la iglesia empezaron a sonar tan fuertemente, que los fiesteros se vieron obligados a tapar sus oídos antes que les revienten los tímpanos. La gente de inmediato imaginó que estos toques habrían rajado las campanas. La multitud se concentró en la plaza del pueblo queriendo informarse quiénes habían sido los que habían tocado las campanas tan bruscamente. De pronto, por una de las ventanas de la torre, aparecieron los dos osos y empezaron a bailar sobre los palos gruesos que sostienen las campanas. La multitud los miraba, sorprendida. Luego se colocaron frente a la ventana y empezaron a discursear, Jactándose de cómo habían domado a las fieras y como habían participado en la guerra contra el país que había faltado a la patria. De pronto, uno de ellos gritó:
- ¡Mírenme! ¿Valgo o no valgo? ¡Quiero demostrarles mi valor!
A continuación se lanzó desde la ventana de la torre hasta el centro de la plaza. El otro oso lo siguió. La gente se tapó los ojos para no ver cómo se estrellaban contra el duro suelo.
Cuando don Pascual vio a sus nietos muertos sobre la plaza, les dijo:
-¡Es ahora que dejen en paz a vuestra madre!

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