LOS CONDENADOS DE CH’ILLKA
I
EL VIAJE
Ya cercano a la
esquina de la misma se detuvo un carro, al voltear, eran mis amigos de siempre.
¡Oye Yaco, sube al
carro! Necesitamos justo un amigo de tu temple, nos vamos a hacer unos
trabajitos luego estamos de retornó; tú
ya sabes.- Normal fue la invitación que me hizo Hugo Quizinga y que fue
ratificado por su acompañante. Estaban a bordo de una camioneta de la
institución donde laboraban; se iban a
cumplir una serie de actividades rutinarias propias de los cargos que
desempeñaban. Su acompañante, César Cabrera, cariñosamente conocido como ‘’el chivo’’, también insistió en lo mismo.
Eran mis amigos
desde años atrás. Ignoraba como nos hayamos conocido o quién nos presentó, finalmente ni me interesaba, ya que en cuanto a amistad
y lealtad nos entendíamos a maravillas.
En otros términos, cada quién cargaba con una cosecha de sin fin de aventuras a
todo color, que recordábamos a punta de
risas en las reuniones concertadas de un momento a otro, periódicas e improgramadas.
Los tres de la
misma estatura, aunque de edad diversa, casi la misma chispa, gustos y
decisiones. ‘’Ay Wayquichas, creo que somos una bendición de amistades de la Mamacha Asunta, patrona de
nuestra tierra’’. Lo decíamos con
sinceridad en nuestras tantas reuniones. Ellos ya estaban en la brega del
diario trabajo, mientras tanto aún cursaba mis estudios superiores; sin embargo
no podía quejarme, puesto que siendo músico
siempre habían ‘’ganchuelos’’ y había algo en el bolsillo para retrucar
a mis amigos.
Hugo, moreno, de
temple militar pero querendón, ‘’wayquicha lindo’’,- ‘’hermanito’’,- eran los
términos que más empleaban en sus diálogos; los mismos que hasta hoy los sigo escuchando.
César, decisivo,
pero no se quedaba atrás en el difícil compromiso de la amistad leal, ‘’aunque
se venga la muerte’’, ‘’qué vainas’’, ‘’quien a nosotros’’, estos y otros
términos empleaba de tal manera que todos los amigos quedaban convencidos
para acometer cualquier
‘’empresa’’, sea cual fuere su objetivo.
Eran las nueve de
la mañana de un viernes cuya fecha aún flota en el recuerdo. Ese día se habían
suspendido las labores en mi institución
por el cobro de haberes de mis maestros; por tanto me embarqué sin
preocupaciones, sólo en la pensión me esperarían; después de todo, la señora Julia siempre era bien
comprensiva, eso me tranquilizó.
Pararon en su
sitio escondido, preferido por ellos,
para ‘’forrar’’ el estómago con un buen ‘’calderón de cabeza’’ y algo más. ‘’Que nuestra
despensa esté siempre llena, sino qué sería’’, comentó César, para evitarnos
algún ayuno imprevisto. En el carro había, para cualquier eventualidad, un
roncito, un par de frazadas dobladas en el asiento y una toldera. Viajar por
entonces requería estar preparados para cualquier contratiempo.
Concluido el
‘’calderón’’, le dimos el último chequeo a nuestro equipo y como parte de ello,
varios panes, algunas conservas y cigarrillos. Todo conforme. Aún yo no sabía
hacia donde iríamos, ellos si y lo
mantenían en reserva, no me preocupé, mucho pues iba abrigado. Por entonces no
había autopistas en el Valle Sagrado, y los tramos hacia las comunidades eran sumamente mortificantes.
Hugo cogió el
volante. Debían turnarse en la
conducción.- ‘’Ahora tengo mi chofer’’ – bromeó César; ‘’no hay problema, que
en el retorno tendré el mío, pues ahora eres mi ayudante’’, retrucó Hugo. Así entre bromas partimos al destino
que sólo ellos sabían.
Llegamos a
Ollantaytambo luego de una vía polvorienta, ahí dejaron algunos documentos y
sin más continuamos rumbo a Chillca; recién
me enteré del objetivo. El tramo
era peor que el anterior, lleno de huecos, baches, polvo y el sol calcinante
que caía sobre el carro a golpe de las
once y media de la mañana, paramos unas decenas de metros más debajo de la trocha final del
Chillca, que es una estación
ferroviaria, instalada en el fundo de la familia Acuña. De lejos nos saludó su hijo Dominguín,
el hijo de los propietarios. Hugo estacionó
el carro cerca a una pared, en parte visible, aún desde una buena distancia
podíamos divisarlo.
‘’Bueno Yaco, ahora
a caminar’’, fue la voz de César con su sabido movimiento de resignación: ambas
manos batiendo para arriba. ‘’El fulano nos estará esperando, apurémonos, por que estas cosas me dan hambre primero y
sed luego’’, agregó Hugo quien como César cuidaba su estómago. Conversando de
diversas ocurrencias, entre risas llegamos a la propiedad de Jorge Cámara, el
aprista, quien junto a su esposa, en efecto, nos esperaba impaciente, pues los funcionarios debían supervisar sus
terrenos y cultivos, dar el visto bueno consiguiente para la aprobación de un
préstamo.
Ante todo gracias
por venir, sólo los amigos de la casa no podrían fallar. ¡Carmela! ¡Sirve
mamá el almuercito!, los señores deben
estar cansados. Primero almorzar, luego una cervecita ya en seguida el resto’’. Fue el recibimiento
gentil de don Jorge, quien era conocido por su raigambre y fanatismo aprista y
porque, además, tenia en su haber una serie de anécdotas dables de recuerdo.
Concluido el
almuerzo y la cervecita, mis amigos consideramos realizar todo el peritaje por
que ya el ventarrón empezaba a dejarse sentir.
Su trabajo duró
casi dos horas, entre observaciones y consejos para una serie de cuestiones
agropecuarias. El ventarrón ya azotaba
con fuerza por el cañón del Vilcanota y
junto con él molestaban el frío y el
polvo, especialmente a los ojos, los cabellos y hasta los huesos. ‘Aquí hay que
andar con piedras en los bolsillos, porque sinó el viento te carga hasta la
Verónica’’ – bromeaba don Jorge.
Al poco tiempo
voló la gorra de César fue a parar sobre
un quishuar, dándole menudo trabajo el
recuperarlo por las pencas de tunas aledañas.
Ya en la casa,
después de un asadito de cuy con su ‘’bajamar’’ de pisco, llovieron las
cervecitas; pero el día empezaba a declinar. César nos sorprendió diciendo
que como sea había que volver, pues su novia le buscaría temprano al día
siguiente y si no lo encontraba tendría que andar con rodilleras hasta que le
sonría de nuevo. ‘’Raro chivo saco largo’’, bromeó Hugo. Todos reímos, brindamos, más bromas,
‘’no se rían tanto, que presto seguirán
mis pasos’’ sentenció al aludido. Bebimos lo último. La señora Carmela
nos entregó una bolsita para nuestro
‘’calentado’’, varias cervezas para el
camino y por si despiertan los cuyes un buen ron. Con todo agradecimiento de
ambas partes y en especial de la nuestra, retornamos al carro, justo cuando
aparecían las primeras estrellas pestañeantes por tanta ventisca. Minutos antes
había pasado el tren que salía del Valle
de La Convención.
‘’Cómo vivirá esta
gente con tanto viento, ¡yo, ni pagado’’!, ‘’pero las tierras son lindas y dan
el mejor maíz temprano’’, ‘’sino es por el chivo ahorita estaríamos en buen
cobijo, con bastante cerveza, rancho y bien calientitos’’, ’’ni modo, que todo
sea por la amistad que la Mamacha Asunta nos ha deparado, pero si los cuyes
despiertan con el ventarrón, al chivo lo correteamos por el camino’’. Esto y
otros eran nuestros comentarios con Hugo, mientras César, impasible y
‘’picoteado’’ iba al carro a paso casi ligero, levantando ambos brazos
despectivamente cada vez que nos
escuchaba, como adivinando lo que comentábamos. Estaba diciendo a arrancar
aunque sea sólo.
No había luna, pero
la noche estaba despejada. ‘’Eso de ir en chatarras es cuento’’, comenté y Hugo
me recomendó que guarde la boca porque
ese carro era celoso y podría mañosearse.
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