martes, 19 de marzo de 2013


                                                                   LOS CONDENADOS DE CH’ILLKA
I
EL VIAJE
Era temprano. Me  dirigía hacía  la pensión para desayunar. Seguro estaba que la señora Julia Castro, dueña del Restaurante ‘’La criollita’’, me estaría guardando mi segundo del día anterior para el calentado, más  mi desayuno; tendría se suficiente  para estar durante el día en el internado de la ENSU.
Ya cercano a la esquina de la misma se detuvo un carro, al voltear, eran mis amigos de siempre.
¡Oye Yaco, sube al carro! Necesitamos justo un amigo de tu temple, nos vamos a hacer unos trabajitos luego  estamos de retornó; tú ya sabes.- Normal fue la invitación que me hizo Hugo Quizinga y que fue ratificado por su acompañante. Estaban a bordo de una camioneta de la institución  donde laboraban; se iban a cumplir una serie de actividades rutinarias propias de los cargos que desempeñaban. Su acompañante, César Cabrera, cariñosamente  conocido como ‘’el chivo’’, también  insistió en lo mismo.
Eran mis amigos desde años atrás. Ignoraba como nos hayamos conocido o quién  nos presentó, finalmente  ni me interesaba, ya que en cuanto a amistad y lealtad nos  entendíamos a maravillas. En otros términos, cada quién cargaba con una cosecha de sin fin de aventuras a todo color, que recordábamos  a punta de risas en las reuniones concertadas de un momento a otro, periódicas  e improgramadas.
Los tres de la misma estatura, aunque de edad diversa, casi la misma chispa, gustos y decisiones. ‘’Ay Wayquichas, creo que somos una bendición  de amistades de la Mamacha Asunta, patrona de nuestra tierra’’. Lo decíamos  con sinceridad en nuestras tantas reuniones. Ellos ya estaban en la brega del diario trabajo, mientras tanto aún cursaba mis estudios superiores; sin embargo no podía quejarme, puesto que siendo músico  siempre habían ‘’ganchuelos’’ y había algo en el bolsillo para retrucar a mis amigos.
Hugo, moreno, de temple militar pero querendón, ‘’wayquicha lindo’’,- ‘’hermanito’’,- eran los términos que más empleaban en sus diálogos; los mismos que hasta hoy los  sigo escuchando.
César, decisivo, pero no se quedaba atrás en el difícil compromiso de la amistad leal, ‘’aunque se venga la muerte’’, ‘’qué vainas’’, ‘’quien a nosotros’’, estos y otros términos empleaba de tal manera que todos los amigos quedaban  convencidos  para acometer cualquier  ‘’empresa’’, sea cual fuere su objetivo.
Eran las nueve de la mañana de un viernes cuya fecha aún flota en el recuerdo. Ese día se habían suspendido las labores en mi institución  por el cobro de haberes de mis maestros; por tanto me embarqué sin preocupaciones, sólo en la pensión me esperarían; después  de todo, la señora Julia siempre era bien comprensiva, eso me tranquilizó.
Pararon en su sitio  escondido, preferido por ellos, para ‘’forrar’’ el estómago con un buen ‘’calderón  de cabeza’’ y algo más. ‘’Que nuestra despensa esté siempre llena, sino qué sería’’, comentó César, para evitarnos algún ayuno imprevisto. En el carro había, para cualquier eventualidad, un roncito, un par de frazadas dobladas en el asiento y una toldera. Viajar por entonces requería estar preparados para cualquier contratiempo.
Concluido el ‘’calderón’’, le dimos el último chequeo a nuestro equipo y como parte de ello, varios panes, algunas conservas y cigarrillos. Todo conforme. Aún yo no sabía hacia  donde iríamos, ellos si y lo mantenían en reserva, no me preocupé, mucho pues iba abrigado. Por entonces no había autopistas en el Valle Sagrado, y los tramos hacia las comunidades  eran sumamente  mortificantes.
Hugo cogió el volante. Debían turnarse  en la conducción.- ‘’Ahora tengo mi chofer’’ – bromeó César; ‘’no hay problema, que en el retorno tendré el mío, pues ahora eres mi ayudante’’, retrucó  Hugo. Así entre bromas partimos al destino que sólo ellos sabían.
Llegamos a Ollantaytambo luego de una vía polvorienta, ahí dejaron algunos documentos y sin más continuamos rumbo a Chillca; recién  me enteré  del objetivo. El tramo era peor que el anterior, lleno de huecos, baches, polvo y el sol calcinante que caía  sobre el carro a golpe de las once y media de la mañana, paramos unas decenas de  metros más debajo de la trocha final del Chillca, que es una estación  ferroviaria, instalada en el fundo de la familia  Acuña. De lejos nos saludó su hijo Dominguín, el hijo de los propietarios. Hugo estacionó  el carro cerca a una pared, en parte visible, aún desde una buena distancia podíamos divisarlo.
‘’Bueno Yaco, ahora a caminar’’, fue la voz de César con su sabido movimiento de resignación: ambas manos batiendo para arriba. ‘’El fulano nos estará esperando, apurémonos,  por que estas cosas me dan hambre primero y sed luego’’, agregó Hugo quien como César cuidaba su estómago. Conversando de diversas ocurrencias, entre risas llegamos a la propiedad de Jorge Cámara, el aprista, quien junto a su esposa, en efecto, nos esperaba impaciente, pues  los funcionarios debían supervisar sus terrenos y cultivos, dar el visto bueno consiguiente para la aprobación de un préstamo.
Ante todo gracias por venir, sólo los amigos de la casa no podrían fallar. ¡Carmela! ¡Sirve mamá  el almuercito!, los señores deben estar cansados. Primero almorzar, luego una cervecita  ya en seguida el resto’’. Fue el recibimiento gentil de don Jorge, quien era conocido por su raigambre y fanatismo aprista y porque, además, tenia en su haber una serie de anécdotas  dables de recuerdo.
Concluido el almuerzo y la cervecita, mis amigos consideramos realizar todo el peritaje por que ya el ventarrón empezaba a dejarse sentir.
Su trabajo duró casi dos horas, entre observaciones y consejos para una serie de cuestiones agropecuarias. El  ventarrón ya azotaba con fuerza por el cañón del Vilcanota  y junto con él molestaban  el frío y el polvo, especialmente a los ojos, los cabellos y hasta los huesos. ‘Aquí hay que andar con piedras en los bolsillos, porque sinó el viento te carga hasta la Verónica’’ – bromeaba don Jorge.
Al poco tiempo voló  la gorra de César fue a parar sobre un quishuar, dándole  menudo trabajo el recuperarlo por las pencas de tunas aledañas.
Ya en la casa, después de un asadito de cuy con su ‘’bajamar’’ de pisco, llovieron las cervecitas; pero el día empezaba a declinar. César nos sorprendió  diciendo  que como sea había que volver, pues su novia le buscaría temprano al día siguiente  y si no lo encontraba  tendría que andar con rodilleras hasta que le sonría de nuevo. ‘’Raro chivo saco largo’’, bromeó  Hugo. Todos reímos, brindamos, más bromas, ‘’no se rían tanto, que presto seguirán  mis pasos’’ sentenció al aludido. Bebimos lo último. La señora Carmela nos entregó una bolsita  para nuestro ‘’calentado’’, varias  cervezas para el camino y por si despiertan los cuyes un buen ron. Con todo agradecimiento de ambas partes y en especial de la nuestra, retornamos al carro, justo cuando aparecían las primeras estrellas pestañeantes por tanta ventisca. Minutos antes había  pasado el tren que salía del Valle de La Convención.
‘’Cómo vivirá esta gente con tanto viento, ¡yo, ni pagado’’!, ‘’pero las tierras son lindas y dan el mejor maíz temprano’’, ‘’sino es por el chivo ahorita estaríamos en buen cobijo, con bastante cerveza, rancho y bien calientitos’’, ’’ni modo, que todo sea por la amistad que la Mamacha Asunta nos ha deparado, pero si los cuyes despiertan con el ventarrón, al chivo lo correteamos por el camino’’. Esto y otros eran nuestros comentarios con Hugo, mientras César, impasible y ‘’picoteado’’ iba al carro a paso casi ligero, levantando ambos brazos despectivamente  cada vez que nos escuchaba, como adivinando lo que comentábamos. Estaba diciendo a arrancar aunque sea sólo.
No había luna, pero la noche estaba despejada. ‘’Eso de ir en chatarras es cuento’’, comenté y Hugo me recomendó  que guarde la boca porque ese carro era celoso y podría mañosearse.

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