VENGANZA
Qué alegría y gozo experimenté
cuando escuché a mi madre decir!:
_Hijito, tienes aquí un amigo. Él
vivirá con nosotros.
Era un chibolo un poco mayor que
yo y, al parecer, se lo había entregado en la lejana urbe del Cusco. Mi madre
no conocía su apellido y él desconocía a sus progenitores. Como yo no tenía
hermanos con quien jugar y mi padre había, de alguna manera, limitado mis
relaciones con los niños coetáneos, resultó inmensamente agradable contar con
su compañía.
Etelvina, mi progenitora, luego
del anuncio desapareció del escenario. Los dos, ya solos, nos miramos dulce y
tiernamente. Le pregunté su nombre y me contestó con humildad:
_Yo me llamo Hilariucha.
De inmediato apareció mi mamá con
un plato de comida y se lo dio a Hilario. El chico, sentado en una pequeña
banquita, yantaba en silencio y con cierta vergüenza. No me movía de su lado y
miraba cómo paladeaba el potaje. En algún momento él quiso hablar, pero no pudo, pues me tenía
desconfianza.
Llegó la noche y seguía con su
tristeza y silencio. A la hora de dormir pensé que lo haría junto a Hilariucha,
pero mi madre me envió a mi lecho, que obedecí a regañadientes. Finalmente
me resigné con la esperanza de que al día siguiente jugaría de sol a sol.
Más madrugador que nunca me levanté
de la cama y me encaminé a buscar a Hilario, y me pegué el susto de mi vida, no
lo encontré, ¿Acaso se había fugado, como lo hacían muchos niños en
Wayllabamba? Con una atormentadora preocupación
me dirigí a la cocina y allí
estaba él, cerca al fogón, ayudando a mi madre en los quehaceres domésticos. Me
sentí desilusionado, pues creía que este niño había venido a la casa con la
exclusiva finalidad de jugar conmigo, fue eso lo que comprendí en la presentación hecha por mi
madre. Venciendo en algo mi frustración Salí
al patio a juntar mis rústicos juguetes
y tenerlos listos en cuanto Hilariucha estuviese desocupado,
Mi padre, montado en su alazán,
había aprovechado las primeras luces de
la alborada para ir y recolectar las yuntas alquiladas y llevarlas a nuestra
huerta de Sanjapata.
El sol se había elevado a cierta
altura del Apu Pitusiray y a mi bohío
empezaron a llegar los labriegos cargados de yugos, rejas y arados, para la
fiesta agrícola. Etelvina, pese a la
frescura de la mañana, muy sudorosa servía un plato de espesa sopa de trigo con
pedazos de cuero de cerdo a cada uno. Los labriegos lo recibían con mucho
cariño y tomaban asiento en las toscas bancas del patio de la casa. Al medio de
ellos se encontraba de pie una chomba de chicha con la que asentaban los dos platos de sopa recibidos. Mientras
tanto, mi padre los esperaba en la huerta de Sanjapata para dar inicio al barbecho.
Pasaba esta actividad agraria, la
monotonía de mis días fue variado. Mi relación con Hilariucha se iba
profundizando, y, poco a poco, nos adentrábamos y comprendimos mejor. Crecíamos
juntos tan igual como los maizales de Sanjapata, Juntos descubrimos el pintar
de los capulíes, al treparnos sobre los frondosos árboles y al competir con los
chiwacos estos primeros frutos rojos.
Por las tardes íbamos a Sanjapata
armados de nuestras hondas de jebe a espantar un sinnúmero de loros que, con sus filudos y corvos picos, por un poco de zumo de los choclo
destrozaban sementeras y sementeras de maizales. Después, ambos, nos echábamos
en las riberas verdes del canchón para gozar el melodioso cantar de las tuyas,
urpis, kukos y pichincos.
Luego de tantos cuidados por fin
los choclos, empezaron a madurar. Leónidas,
mi padre, nos ordenó que trajéramos un
poco de choclos para el picante. Hilariucha y yo nos alegramos sobremanera, de
algún modo en canchón de Sanjapata y su
producción nos pertenecía; además. Nuestros dientes castañeaban de antojo. Como nuestros brazos no eran
suficientes para cargar la cantidad solicitada, acudí a mi primo Lucho Olivera,
y supliqué para que nos ayude. El chibolo aceptó gustoso, pues también saborearía el primer choclo del año. Partimos,
entonces los tres, haciendo suficiente alharaca al canchón de nuestros
desvelos.
La huerta de Sanjapata está
ubicada en la cabecera de la población de Wayllabamba. La cercan árboles de
eucaliptos, duraznos, capulíes, tara y otras especies espinosas de muchas
variedades.
Cuando caminábamos entre risas y
cotorreos nos dimos con el Ch`ichico Darío que ondeaba a los capulíes maduros.
Seguimos nosotros pretendiendo no darle importancia, pero él si reparó en
nosotros. Al punto de que sin motivo alguno, vino a buscarnos pelea uno a uno.
Lucho y yo conocíamos sus antecedentes de peleador y, además, era mucho mayor
que nosotros, por lo que pretendimos disimular su provocación. El pendenciero, animado
por nuestra debilidad, empezó a propinarnos golpes a su regalado gusto. Pero,
tanto llenó en cántaro al agua, Hilariucha, ante nuestra sorpresa, reaccionó cuadrándosele como un gallito de
pelea. De donde sacaba valor, mi ‘’hermano’’, para enfrentar a un peleador
callejero, de mucha fama, como tal, en toda la llaqta. ¿Acaso, sólo deseaba
salvar nuestro honor? Pero su coraje demostraba otra cosa, entonces lo llenamos
de valor y consejos técnicos para que
triunfara. Mientras tanto, el Ch’ ichi Darío hecho ya un vencedor alharaqueaba
dando puñetes y patadas al aire, como calentando su cuerpo rechoncho. Yo, en
verdad, sabía de antemano que el matón ganaría y sentía mucho temor por
Hilario, para colmo en el camino no había una sola alma caminante que nos
salvara, hasta los chanchos habían desaparecido entre las higuerillas. Finalmente,
el Ch’ ichico levantando el puño derecho, dijo:
_Con este puño vas morir y con el
otro voy a enterrarte en el cementerio.
El sol nos miraba en lo alto de su camino azul. Había llegado el
momento que no deseábamos. Eran dos seres en posición de pelea, el centro de un
ruedo imaginario que nuestro miedo había creado. Hilario, como un viejo
gladiador observaba con sus ojos chinos las morisquetas que le hacia el Ch’
ichico. El pendenciero, en un descuido,
le cruzó unos cuantos lapos en la cara: ¿acaso pretendía bajarle la moral?
Nuestro defensor asimiló los golpes como un insulto a su raza puneña, lo
estudio un brevísimo momento y atacó con
incansables puñetes contra su rostro, cual un
consumado boxeador. Los carrillos curtidos del pendenciero empezaron a
hincharse y en un santiamén el Ch’ichico salía fuera de combate. Nosotros nos
arrojamos sobre Hilario para felicitarlo por su fácil triunfo y por poco lo levantamos en hombros. Mientras
tanto, el Ch’ichico corría hacia la población no dejando de insultarnos con las
peores injurias.
El canchón de Sanjapata antaño
fue un hermoso y envidiable jardín. Es la única herencia que recibió mi padre
de su progenitora. Esta huerta con el tiempo recibió un terrible desembalse de
piedras, raíces y lodo, causado por una feroz granizada que cayera sobre los bajíos
de la parcialidad de Rajchi. Sanjapata fue el soporte y salvación del barrio de
Yanacuna.
Pasada la celebración de la historia
llegamos a la huerta, donde empezamos a escoger y tumbar las plantas maduras y
recoger las mazorcas. Amontonamos en un solo lugar toda nuestra cosecha y nos
dispusimos a chupar el dulce zumo del wiro, todo sin dejar de alabar la hazaña
de Hilario. El se sentía un héroe, un todopoderoso, pues nadie había asentado
la mano hasta hoy al Ch’ ichico.
El sol había rodado en demasía
por el firmamento azul, era momento de regresar
ya si lo decidimos, además el picante de choclo nos atraía. Cuando trasponía el umbral de la puerta me encontré frente a
frente con el Ch’ ichico y su tío Rubén que, con poses manotescas, nos
esperaban en medio del camino. Se me heló
la sangre y quise huir, pero al retroceder me choqué con Hilario y Lucho que
venían cargados de choclos. Entonces pedí al alma de mi abuelito que mandara a
alguien para que nos salvara; al
parecer, nadie me escuchaba. Fue entonces que Rubén, mayor y mucho más fuerte,
se la emprendió a patadas y puñetes contra Hilario. Era una lucha desigual:
Goliat contra David desarmado. Sin embargo,
nuestro Hilariucha respondía con sus cortas manitas frente al grandulón.
Nosotros acudimos en su defensa con piedras en la mano, pero el abusivo se dio
abasto para tendernos en el suelo con un par de lapos a cada uno. Fue así que el
gigante golpeó duramente a nuestro héroe, al punto de patearle la cara y
permitir que su sobrino le pisara también el rostro. Hilario sangraba por las
fosas nasales pero no lloraba, lagrimeaba algo por la humillación y el dolor.
Nosotros si llorábamos por él. Cansados, el Ch’ichico y su tío empezaron a
retirarse no sin antes intimidarnos para que no
dijéramos nada de lo ocurrido a nuestros padres., Nosotros nos quedamos
llorando desconsoladamente, curando las heridas de Hilariucha y después de
consolarnos algo nos dirigimos a nuestra casa.
En el camino Hilariucha con suplicó
para que no dijéramos nada, y halló como justificación para sus heridas que se
había caído de un árbol de capulí. Con nuestro silencio evitamos muchos
problemas de nuestros padres con los de los atacantes.
Días pasan, días vienen. Las
heridas de Hilario cicatrizaban lentamente, pero no las de su alma. La llama de
su odio crecía y en las callejas de Wayllabamba evitaba siempre cruzarse con el
Ch’ichico y su tío Rubén. ¡Quería ser grande o crecer pronto para vengar el
abuso y hummillacion!
Llegó la fiesta de la Mamacha
Natividad, patrona de Wayllabamba. El pueblo celebraba. En la casa del
albazuyoq una banda de músicos interpretaba una hermosa canción, de idéntica
manera en la casa del veladayuq. De vez en cuando se escuchaban algunos
camaretazos. Los danzantes de Chujchu, Wayllascha, Barbero, Tírala desde
tempranas horas de la mañana recorrían, guiados por los carguyoqs, la
población, de casa en casa, recogiendo las jurkas (tomines de chicha, cajas de cerveza,
atados de comida). Luego regresaban a casa de depositarlas. Los ch’utis estaban
vestidos con caretas de diferentes colores, sus cuerpos cubiertos con camisas
blancas y casaquitas verdes, llevaban un pantalón negro muy ajustado a las
piernas. Sus cabezas cubrían unos pequeños sombreritos adornados con cintas
multicolores y cargaban una manta de hondas de pita. Estos personajes deben
bailar alrededor de los danzarines, hacer chistes, ordenar la danza y proteger
a los carguyoqs.
Este primer día de fiesta,
Hilariucha y yo subimos por una escalera
al lomo de una pared, para mirar con cierta comodidad a las diferentes danzas
que recorrían las calles de Wayllabamba. Pero nuestra sorpresa fue grande
cuando, desde este lugar, vimos a Rubén Vásquez quien, después de actuar de
ch’uti, se quitaba el costoso vestido en la huerta de la vieja Nicolasa Cáceres.
Nos ocultamos prudentemente sin dejar de verle, observamos que metía la
vestimenta de danzarín en una talega y la escondía en un hueco abierto debajo de
una pared, tapándolo con dos tejas.
Luego se vestía con su ropa normal y ganaba la calle por una ventana de la
huerta. Hilariucha me ordenó que me quedara en silencio, pero sin dejar de
vigilar, descendió las escaleras e ingreso a la huerta por un portillo de agua.
El chibolo llegó hasta el hueco donde se hallaba escondida la talega de ropa y
la trajo a donde yo estaba. Me moría de nervios, me parecía ver al abusivo y
malvado regresar y ¡pobre del Hilariucha! Pero la suerte estuvo de nuestro
lado, Hilario terminó de lanzar las prendas de ch’uti, una por una, al galpón
de mi casa. Terminada su riesgosa aventura retornó por el mismo lugar. En la
tarde, Hilario, empezó a juntar gran cantidad de hojarascas en la huerta de mi
casa. Yo no sabía qué pretendía mi amigo. Imperturbable trajo en un tiesto
brasas de la cocina y prendió fuego. En pocos segundos la llama se elevaba al
espacio: sacó, entonces, de la talega, primero, la careta y lo lanzó al fuego
diciendo:
_¡Jòdete abusivo!
En seguida hizo lo mismo con las
otras prendas. Al final de la fiesta de la Mamacha Natividad, la vieja
Inocencia, madre de Rubén, despedía a
este de su casa por haber perdido el costoso traje de ch’uti que ella
había alquilado para cumplir una jurka. Así, el abusivo, desaparecería para
siempre de Wayllabamba.
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