martes, 3 de julio de 2012


                                                                     VENGANZA

Qué alegría y gozo experimenté cuando escuché a mi madre decir!:
_Hijito, tienes aquí un amigo. Él vivirá con nosotros.
Era un chibolo un poco mayor que yo y, al parecer, se lo había entregado en la lejana urbe del Cusco. Mi madre no conocía su apellido y él desconocía a sus progenitores. Como yo no tenía hermanos con quien jugar y mi padre había, de alguna manera, limitado mis relaciones con los niños coetáneos, resultó inmensamente agradable contar con su  compañía.
Etelvina, mi progenitora, luego del anuncio desapareció del escenario. Los dos, ya solos, nos miramos dulce y tiernamente. Le pregunté su nombre y me contestó con humildad:
_Yo me llamo Hilariucha.
De inmediato apareció mi mamá con un plato de comida y se lo dio a Hilario. El chico, sentado en una pequeña banquita, yantaba en silencio y con cierta vergüenza. No me movía de su lado y miraba cómo paladeaba el potaje. En algún momento él  quiso hablar, pero no pudo, pues me tenía desconfianza.
Llegó la noche y seguía con su tristeza y silencio. A la hora de dormir pensé que lo haría junto a Hilariucha, pero mi madre me envió a mi lecho, que obedecí a regañadientes. Finalmente me  resigné con la esperanza  de que al día siguiente jugaría de sol a sol.
Más madrugador que nunca me levanté de la cama y me encaminé a buscar a Hilario, y me pegué el susto de mi vida, no lo encontré, ¿Acaso se había fugado, como lo hacían muchos niños en Wayllabamba? Con una atormentadora preocupación  me dirigí a la cocina  y allí estaba él, cerca al fogón, ayudando a mi madre en los quehaceres domésticos. Me sentí desilusionado, pues creía que este niño había venido a la casa con la exclusiva finalidad de jugar conmigo, fue eso lo  que comprendí en la presentación hecha por mi madre. Venciendo en algo mi frustración  Salí al patio a juntar mis rústicos  juguetes y tenerlos listos en cuanto Hilariucha estuviese  desocupado,
Mi padre, montado en su alazán, había aprovechado  las primeras luces de la alborada para ir y recolectar las yuntas alquiladas y llevarlas a nuestra huerta de Sanjapata.
El sol se había elevado a cierta altura del Apu Pitusiray y a mi  bohío empezaron a llegar los labriegos cargados de yugos, rejas y arados, para la fiesta agrícola. Etelvina, pese  a la frescura de la mañana, muy sudorosa servía un plato de espesa sopa de trigo con pedazos de cuero de cerdo a cada uno. Los labriegos lo recibían con mucho cariño y tomaban asiento en las toscas bancas del patio de la casa. Al medio de ellos se encontraba de pie una chomba de chicha con la que  asentaban  los dos platos de sopa recibidos. Mientras tanto, mi padre los esperaba en la huerta de Sanjapata para dar inicio al  barbecho.
Pasaba esta actividad agraria, la monotonía de mis días fue variado. Mi relación con Hilariucha se iba profundizando, y, poco a poco, nos adentrábamos y comprendimos mejor. Crecíamos juntos tan igual como los maizales de Sanjapata, Juntos descubrimos el pintar de los capulíes, al treparnos sobre los frondosos árboles y al competir con los chiwacos estos primeros frutos rojos.
Por las tardes íbamos a Sanjapata armados de nuestras hondas de jebe a espantar un sinnúmero  de loros que, con sus filudos y corvos  picos, por un poco de zumo de los choclo destrozaban sementeras y sementeras de maizales. Después, ambos, nos echábamos en las riberas verdes del canchón para gozar el melodioso cantar de las tuyas, urpis, kukos y pichincos.
Luego de tantos cuidados por fin los choclos,  empezaron a madurar. Leónidas, mi padre, nos ordenó  que trajéramos un poco de choclos para el picante. Hilariucha y yo nos alegramos sobremanera, de algún modo en canchón  de Sanjapata y su producción nos pertenecía; además. Nuestros dientes castañeaban  de antojo. Como nuestros brazos no eran suficientes para cargar la cantidad solicitada, acudí a mi primo Lucho Olivera, y supliqué para que nos ayude. El chibolo aceptó gustoso, pues también  saborearía el primer choclo del año. Partimos, entonces los tres, haciendo suficiente alharaca al canchón de nuestros desvelos.
La huerta de Sanjapata está ubicada en la cabecera de la población de Wayllabamba. La cercan árboles de eucaliptos, duraznos, capulíes, tara y otras especies espinosas de muchas variedades.
Cuando caminábamos entre risas y cotorreos nos dimos con el Ch`ichico Darío que ondeaba a los capulíes maduros. Seguimos nosotros pretendiendo no darle importancia, pero él si reparó en nosotros. Al punto de que sin motivo alguno, vino a buscarnos pelea uno a uno. Lucho y yo conocíamos sus antecedentes de peleador y, además, era mucho mayor que nosotros, por lo que pretendimos disimular su provocación. El pendenciero, animado por nuestra debilidad, empezó a propinarnos golpes a su regalado gusto. Pero, tanto llenó en cántaro al agua, Hilariucha, ante nuestra sorpresa,  reaccionó cuadrándosele como un gallito de pelea. De donde sacaba valor, mi ‘’hermano’’, para enfrentar a un peleador callejero, de mucha fama, como tal, en toda la llaqta. ¿Acaso, sólo deseaba salvar nuestro honor? Pero su coraje demostraba otra cosa, entonces lo llenamos de valor y consejos técnicos  para que triunfara. Mientras tanto, el Ch’ ichi Darío hecho ya un vencedor alharaqueaba dando puñetes y patadas al aire, como calentando su cuerpo rechoncho. Yo, en verdad, sabía de antemano que el matón ganaría y sentía mucho temor por Hilario, para colmo en el camino no había una sola alma caminante que nos salvara, hasta los chanchos habían desaparecido entre las higuerillas. Finalmente, el Ch’ ichico levantando el puño derecho, dijo:
_Con este puño vas morir y con el otro voy a enterrarte en el cementerio.
El sol nos miraba en  lo alto de su camino azul. Había llegado el momento que no deseábamos. Eran dos seres en posición de pelea, el centro de un ruedo imaginario que nuestro miedo había creado. Hilario, como un viejo gladiador observaba con sus ojos chinos las morisquetas que le hacia el Ch’ ichico. El pendenciero,  en un descuido, le cruzó unos cuantos lapos en la cara: ¿acaso pretendía bajarle la moral? Nuestro defensor asimiló los golpes como un insulto a su raza puneña, lo estudio un brevísimo momento y atacó  con incansables puñetes contra su rostro, cual un  consumado boxeador. Los carrillos curtidos del pendenciero empezaron a hincharse y en un santiamén el Ch’ichico salía fuera de combate. Nosotros nos arrojamos sobre Hilario para felicitarlo por su fácil triunfo  y por poco lo levantamos en hombros. Mientras tanto, el Ch’ichico corría hacia la población no dejando de insultarnos con las peores injurias.
El canchón de Sanjapata antaño fue un hermoso y envidiable jardín. Es la única herencia que recibió mi padre de su progenitora. Esta huerta con el tiempo recibió un terrible desembalse de piedras, raíces y lodo, causado por una feroz granizada que cayera sobre los bajíos de la parcialidad de Rajchi. Sanjapata fue el soporte y salvación del barrio de Yanacuna.
Pasada la celebración de la historia llegamos a la huerta, donde empezamos a escoger y tumbar las plantas maduras y recoger las mazorcas. Amontonamos en un solo lugar toda nuestra cosecha y nos dispusimos a chupar el dulce zumo del wiro, todo sin dejar de alabar la hazaña de Hilario. El se sentía un héroe, un todopoderoso, pues nadie había asentado la mano hasta hoy al Ch’ ichico.
El sol había rodado en demasía por el firmamento azul, era momento de regresar  ya si lo decidimos, además el picante de choclo nos atraía. Cuando trasponía  el umbral de la puerta me encontré frente a frente con el Ch’ ichico y su tío Rubén que, con poses manotescas, nos esperaban en medio del camino. Se  me heló la sangre y quise huir, pero al retroceder me choqué con Hilario y Lucho que venían cargados de choclos. Entonces pedí al alma de mi abuelito que mandara a alguien  para que nos salvara; al parecer, nadie me escuchaba. Fue entonces que Rubén, mayor y mucho más fuerte, se la emprendió a patadas y puñetes contra Hilario. Era una lucha desigual: Goliat contra David desarmado. Sin embargo,  nuestro Hilariucha respondía con sus cortas manitas frente al grandulón. Nosotros acudimos en su defensa con piedras en la mano, pero el abusivo se dio abasto para tendernos en el suelo con un par de lapos a cada uno. Fue así que el gigante golpeó duramente a nuestro héroe, al punto de patearle la cara y permitir que su sobrino le pisara también el rostro. Hilario sangraba por las fosas nasales pero no lloraba, lagrimeaba algo por la humillación y el dolor. Nosotros si llorábamos por él. Cansados, el Ch’ichico y su tío empezaron a retirarse no sin antes intimidarnos para que no  dijéramos nada de lo ocurrido a nuestros padres., Nosotros nos quedamos llorando desconsoladamente, curando las heridas de Hilariucha y después de consolarnos algo nos dirigimos a nuestra casa.
En el camino Hilariucha con suplicó para que no dijéramos nada, y halló como justificación para sus heridas que se había caído de un árbol de capulí. Con nuestro silencio evitamos muchos problemas de nuestros padres con los de los atacantes.
Días pasan, días vienen. Las heridas de Hilario cicatrizaban lentamente, pero no las de su alma. La llama de su odio crecía y en las callejas de Wayllabamba evitaba siempre cruzarse con el Ch’ichico y su tío Rubén. ¡Quería ser grande o crecer pronto para vengar el abuso y hummillacion!
Llegó la fiesta de la Mamacha Natividad, patrona de Wayllabamba. El pueblo celebraba. En la casa del albazuyoq una banda de músicos interpretaba una hermosa canción, de idéntica manera en la casa del veladayuq. De vez en cuando se escuchaban algunos camaretazos. Los danzantes de Chujchu, Wayllascha, Barbero, Tírala desde tempranas horas de la mañana recorrían, guiados por los carguyoqs, la población, de casa en casa, recogiendo las jurkas (tomines de chicha, cajas de cerveza, atados de comida). Luego regresaban a casa de depositarlas. Los ch’utis estaban vestidos con caretas de diferentes colores, sus cuerpos cubiertos con camisas blancas y casaquitas verdes, llevaban un pantalón negro muy ajustado a las piernas. Sus cabezas cubrían unos pequeños sombreritos adornados con cintas multicolores y cargaban una manta de hondas de pita. Estos personajes deben bailar alrededor de los danzarines, hacer chistes, ordenar la danza y proteger a los carguyoqs.
Este primer día de fiesta, Hilariucha y yo subimos por  una escalera al lomo de una pared, para mirar con cierta comodidad a las diferentes danzas que recorrían las calles de Wayllabamba. Pero nuestra sorpresa fue grande cuando, desde este lugar, vimos a Rubén Vásquez quien, después de actuar de ch’uti, se quitaba el costoso vestido en la huerta de la vieja Nicolasa Cáceres. Nos ocultamos prudentemente sin dejar de verle, observamos que metía la vestimenta de danzarín en una talega y la escondía en un hueco abierto debajo de una pared, tapándolo  con dos tejas. Luego se vestía con su ropa normal y ganaba la calle por una ventana de la huerta. Hilariucha me ordenó que me quedara en silencio, pero sin dejar de vigilar, descendió las escaleras e ingreso a la huerta por un portillo de agua. El chibolo llegó hasta el hueco donde se hallaba escondida la talega de ropa y la trajo a donde yo estaba. Me moría de nervios, me parecía ver al abusivo y malvado regresar y ¡pobre del Hilariucha! Pero la suerte estuvo de nuestro lado, Hilario terminó de lanzar las prendas de ch’uti, una por una, al galpón de mi casa. Terminada su riesgosa aventura retornó por el mismo lugar. En la tarde, Hilario, empezó a juntar gran cantidad de hojarascas en la huerta de mi casa. Yo no sabía qué pretendía mi amigo. Imperturbable trajo en un tiesto brasas de la cocina y prendió fuego. En pocos segundos la llama se elevaba al espacio: sacó, entonces, de la talega, primero, la careta y lo lanzó al fuego diciendo:
_¡Jòdete abusivo!
En seguida hizo lo mismo con las otras prendas. Al final de la fiesta de la Mamacha Natividad, la vieja Inocencia, madre de Rubén, despedía a  este de su casa por haber perdido el costoso traje de ch’uti que ella había alquilado para cumplir una jurka. Así, el abusivo, desaparecería para siempre de Wayllabamba.

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