domingo, 1 de julio de 2012


Los Arrieros Del Valle Y El Nina Karru
I

LOS ARRIEROS





































_¡AH,… KHAKHAU KARAJU!, aspas charamunchis samanaman- qué cansancio, felizmente llegamos al tambo- Discarguen numasiàs puìs … ah… jajaì…
Fue la exclamación satisfactoria, aunque extenuada, del caporal de la comitiva de arrieros, el momento de llegar al tambo en la penúltima  jornada de su trajín de rutina; con su piara de mulas, a las que de inmediato procedieron a ubicarlas en el corralón de piedras del hospedaje andino, a la usanza de nuestros antepasados Inkas.
Había sido un día más de dura jornada, ya que partieron desde Tinkak, un fundo ubicado a orillas del rio Yanatile en el valle de Lares. Tras el penoso ascenso ribereño por Pukamoqo llegaron a Maskà, donde un lamentable derrumbe  les hizo perder medio tiempo de la jornada. Luego de un ligero respiro al pie del peñón Mant’u, distrayéndose con las pinturas dejadas por los Inkas, arribaban, al morir el día, a la vaquería de Mant’u de don Rafael Aragón, cercano a Amparares, una comunidad donde por fuerza  estarían  ya al día siguiente.
Mant’u enclavada entre puna y boca de valle, donde  la neblina es constante a partir de las tres de la tarde, llovizna y cae ‘’p’aqarap’i’’ (nevada) que cala hasta los huesos,  congelando los alientos humosos de los arrieros, tachona- dos de tabaco y coca. Este grupo era uno de los tantos que rutinariamente realizaban viajes desde las intrincadas zonas de esos valles ubérrimos y enigmáticos. En este caso viajaban a punta de piernas, con su piara de mulas (doce mulas) cargadas de diversos productos, desde San Antonio del valle de Lacco (Laq’o) a orillas del rio Yavero hasta la ciudad de Calca, pues aún no habían carreteras y a los carros se les conocía por narraciones casi mitológicas.
-¡Samakuychis, ranqhakuna!- gritaron los arrieros,  refiriéndose a las nobles acémilas, luego de quitarles el agobiante peso de sus cargas y dejarlas dentro del corralón  demarcado por piedras puestas de cualquier manera, por cuyo interior discurría una acequia proveniente de un puquial cercano, que era muy apreciado por los viajeros y tanto  más por sus animales, más al otro lado del río Amparares, aguas abajo, se une con el Lares formando el Yanatile.
De todas maneras la jornada fue dura, a pesar de la rutina de vida que se habían trazado: trasportar cargas de coca, café, cacao y otros productos del extenso Valle de Lacco, a cambio de los cuales de retorno se llevarían maíz, papas, fideos, cigarrillos, fósforos, velas, azúcar, sal y panes, preciados privilegios en esas zonas de difícil acceso.
Eran viajes que duraban largos y fatigados días, expuestos al sol canicular y a las inclemencias del tiempo, con el infaltable fiambre de la hoja de coca, el aguardiente y el tostado de habas con  maíz. Las jornadas eran de 12 a 14 horas, al cabo del cual debían llegar a un Tambo o por lo menos a un mach’ay – caverna natural al pie de las rocas – para poder guarecerse de las lluvias y protegerse de los pumas y ukukos (osos) que constantemente acechaban a los viajeros, como celosos guardianes de la naturaleza.
Tenían jornadas con escasas interrupciones para tomar aliento, comer el quqawa (fiambre), asegurar mejor las cargas y beber algo para el ánimo. Parcos en diálogo  durante el día los arrieros, eran más  constantes  con sus cuadrúpedos, para  animarles a mejor trote:  !Mula, caraju! !Chiska,, chiska! !Ch’ututa… Jah!; fueron sus frases predilectas que hasta los cerros y las agrestes cumbres se lo sabían y  repetían de memoria con el viento.
Lacco, el valle paralelo al Lares, a cuyo largo recorre serpenteando el Yavero, afluente del rio Urubamba, que engrosa al Ucayali y da nacimiento así al chimuku Amazonas.
El nombre de Lacco se origina en el éxodo que realizaron los últimos Inkas. En su afán por huir de la ambición sanguinaria de los invasores  españoles, llevaron en llamas y en sus espaldas las ya escasas pero abundantes joyas e ídolos de oro para esconder de los depredadores. En su travesía confundieron a propósito  los caminos, para que no los encuentren, especialmente en esta zona, por lo que le pusieron el nombre de ‘’laq’ochisqa’’ que significa ‘’ el engaño’’, hasta que finalmente, según cuentan, se ubicaron en el ‘’Paititi’’ o ‘’Pikikin’’, hasta hoy ciudad mítica perdida de los inkas, que trataron de construir a similitud del Qosqo, pero que hoy, según los campesinos y el padre Juan Carlos Polentini Wester, estaría enterrado en un lugar de  dicho valle. Bueno,  eso es historia aparte.
-!Q’onchata hap’ichiy! !Nikucha caraju! !Lawata wayk’uy! – prende el fogón Nikucha y prepara el consomé  de maíz- fue la voz fuertemente paternal y casi ronca por los años, de don Nicasio, el jefe de la comitiva, el que diseñaba las estrategias de viaje,  disponía las horas de descanso y las diferentes tareas de los arrieros: cargar y descargar los bultos, asegurar las monturas de palo forrados con pellejos, pastar y abrevar a los animales, aparejar para la partida, etc., entre otras cosas de ‘’reglamento’’.
Don Nicasio, como cariñosa y respetuosamente lo conocía y llamaban, era un viejo cetrino, que promediaba  los setentitantos años. Hijo también de arrieros y por tanto experto en las andanzas. De frente ancha, cara pomulosa cobriza pálida, ojos oscuros y meticulosos aunque un poco cansados, a notar por las patas de gallo que le daban una majestad de siglos. El mentón  con línea media desafiaba a cualquier  contraste. La piel curtida como el granito era surcada por las tantas arrugas con fuerza, que eran trofeos de su eterno combatir con los caminos de herradura y las fuerzas de la naturaleza. Era la flor y nata del señor de los caminos, siempre bañado  en sudor cuya salinidad quedaba en los rincones de su rostro, como minas de experiencia.
Nadie sabia de su verdadero origen ni él tampoco, porque sus ancestros  no le habían referido por falta de tiempo e importancia al caso, y porque además ellos también lo ignoraban; tal vez, como muchos decían, era originario de algún lugar de Arequipa, que escapando de los sacudones del Misti había llegado a parar en la zona.
!Samakuychis kunanqa! – Descansen ahora- Era el momento de acomodar sus cosas en el suelo junto al fogón,  pero ante todo,  el padre tendió al centro una especie  de trapo grisáceo que contenía la coca sagrada y el depósito de ‘’qollpa’’ – ceniza de cáscara  de cacao y marlo de choclo – que lo utilizaban para ‘’endulzar’’ el boleo de la coca.
Siempre, al final de cada jornada, acostumbraba darles una palmada en el hombro a sus acompañantes, quienes lo recibían con regocijo, puesto que era una forma de darles aliento al mismo tiempo que felicitación por su faena; la coca y el aguardiente lo dirían el resto.
Sus grandes y nudosas manos, proporcionales  a su estatura, eran tan duras y ásperas  como el tronco del lloqe, estaban surcadas por gruesas venas sobresalientes que le daban una escultura grotescamente imponente.
Con esas manos levantó trs hojas de la mejor coca, iniciando así el ritual de acción de gracias a Pacha Mama y a los Apus, que les habían permitido  la feliz conclusión de la presente jornada. Los imitaron en el ritual sus acompañantes. Levantaron con unción las hojas cogiéndolas con ambas manos y lo ofrecieron soplando en dirección a cada montaña, luego del cual, en un lugar poco transitado, las acomodaron en el suelo aplastándolas cuidadosamente con una piedra. Ahora iniciarían las deidades a disfrutar el ofertorio y estarían a mano con los favores y protección brindada a los arrieros.
Con ese fin se habían quitado, por primera vez en el día, sus sombreros estrujados y raidos por el uso; atuendos que eran tan infaltables como sus propios cabellos. Don Nicasio dejó entrever un cráneo  de escasos cabellos canos, en desorden habitual. Su calvicie y piel blanquecina anunciaban su origen mestizo y denunciaban la excesiva protección que le prodigaba contra las inclemencias del tiempo.
-!Grais a Dius! – a los Apus y a la madre tierra, hemos llegado al tambo sin novedad, aunque un poco cansados. Decía en su lenguaje usual el qeswa. Sus ayudantes lo sabían de memoria y siempre respondían con un solemne !HUM!, equivalente al amén.
Mientras pikchaban la coca, era preparada la cena suculenta de maíz molido, con yuca y ch’arqui- carne salada- que por vez contundente suplirían al fiambre seco y frio.
El encargado de turno estaba sentado junto al fogón, sobre una piedra ya enraizada en ese lugar. La cocina o q’oncha, eran piedras colocadas y juntadas con barro, con dos pequeños agujeros para colocar las ollas y una especie de puerta para alimentar la leña.
La olla o latamanka era un objeto de aluminio renegrida y abollada por el uso y sus años de servicio, pues pasaba de generación en generación. En ella revolvía de rato en rato el muchacho con un cucharon de madera que lo llamaban ‘’wishlla’’ y que cuidaban también como si fuera de oro. La cena de un color incierto tanto por sus componentes como por el anochecer, olía a ‘’mil maravillas’’.
El tambo era una construcción rectangular de sólo tres paredes, de piedras burdas unidas con barro, con techo de aleros y abundante paja, soportando por tres troncos ahorquillados a manera de columnas, toscos y grotescos. No tenía la pared frontal a propósito, para facilitar la vigilancia de sus animales y poder acudir al menor ruido extraño que escuchasen, para evitar que los compadres de cabeza negra y dos pies lo intentarían, ellos si se los llevarían laceándolos de por vida.
Nicasio decía orgulloso que ese tambo fue construido por sus abuelos y debían de cuidarlos. En efecto los arrieros, no sólo de  esa comitiva sino también de otras, hacían faenas para renovar la paja del techo y curar las heridas al tambo.
Los resquicios de las piedras estaban ennegrecidas por los mecheros de cebo y del techo pendían unos trozos de ramas de chachakomo o kiswar con barios brazos a manera de perchas,  que les servían para colgar sus cosas pequeñas e inclusive dejar guardados  algunos víveres indispensables que eran también agregados por otros arrieros, por tratarse de bienes de uso común. El tambo estaba de espaldas a las corrientes del viento, que no sólo silbaba sino hasta cantaba en la noche, según comentaban los arrieros al llegar a su destino.
En un semicírculo ceñido acomodaron los aparejos de las acémilas: monturas burdas de palos unidos y forrados con pellejo de llama, sus cargas y demás  pertenencias, para que les protejan del frio infernal. Luego tendieron los pellejos de llama y oveja en el suelo y recostados con todos esos respaldos, empezaron a comentar las incidencias  del viaje y las previsiones que adoptarían  para el día siguiente: arreglar sus herraduras al bayo y a la torcaza, reforzar el  costal que estaba por reventar, que el cetrino manchado vaya casi adelante porque extrañamente estaba muy lento,… así y tantas etcéteras de costumbre.
Los platos desportillados empezaron a circular humeantes y con fragancias exorbitantes, conteniendo el  reconfortante  potaje: la lawa, la saralawacha  muñasapacha,  que luego de un ‘’shullpayki’’ – gracias- emprendieron a consumir a grandes sorbos, ávidos, girando el borde del plato entre ambas manos, para evitar que les queme.
El joven cocinero también consumía  alocado, mientras invitaba orgulloso a aumentarse a quienes lo deseasen,  porque esta vez cocinò inspirado por el hambre, con bastante cebo de res y muña.
 Concluyeron sudorosos, ensimismados, con una exclamación satisfactoria !HUY!; palmeándose  las barrigas repletas con ambas manos. Nicasio dio la iniciativa  al levantarse para ir a lavar su plato en el manante próximo, pero antes de salir exclamó: ! Grais a Dius! !Hum! Y el resto a coro repitió !Grais a Dius! ! Tayta! !Hum!.
 El tambo se llenó de sonidos de eructo. Los arrieros se perdieron  por los matorrales del cerro, en una procesión  extraña, repitiendo términos como: !Hisp’akamunallana! Puñukamunanchispaq- orinemos de una vez para dormirnos.
 El cocinero se ganó buenos elogios: bin ricu caraju; ñañau rica lawita… mijor qui las warmis has cusinaru caraju…
Estaba de cocinero Nikucha, el segundo hijo de don Nicasio, un  muchachito pálido con incisivos de conejo. Era tan delgado que parecía quebrarse o que el viento se lo lleve. No se sabía si estaba en sus doce o quince años, eso no importaba, lo válido  era que se estaba iniciando en las andanzas. El vestía las ropas de sus hermanos y de su padre, por lo que su imagen se hacia más  grotesca: una camisa a cuadros gruesa de franela con varios ‘’kilos’’ de polvo y sebo de unos cuantos años atrás, cuyas mangas tenia que redoblarlas  formando un bulto popeyesco; su pantalón también abolsado, era tan ancho que debía darle casi dos vueltas a su enjuta cintura y atarlo con precisión con su chumpi para que no caiga con su propio peso; y el sombrero,  que propiamente  le cubría hasta las narices, hacia de él una  hermosa  figura contrastante con la sobria naturaleza. Su !Huajajai caraju! Resonaba en el camino, aún más agudo que el maullido de un gato ahorcado, contagiando a todo su escaso mundo.
Ahora su mayor sueño era llegar a la ciudad lo más rápido posible,  si era necesario  volando, ya que su padre le había ofrecido obsequiarle con muchas golosinas: K’uyu chutas (panes especiales de trigo) donde la señora Begazo, la dulce jalada donde el ‘’siñur humanchapchi Caparù’’ y el rico maná de maíz donde la ``paqayzapatu paya’’, sus caseros predilectos.
Con todas esas agradables inquietudes, entusiasta les sirvió sendos jarros de ‘’tè macho’’ – té con aguardiente-. Ellos se sentaron casi recostados, encendieron sus ‘’cigarrillos’’ –tabaco envuelto en hojas de papel- le dieron una bocanada profunda y arrojaron el humo dentro de las copas de sus sombreros- ‘’cuntra il vinto, cuntral hechizó’’ – contra los malos vientos y maleficios.
Nikucha y Marianucha, que era su hermano mayor, se acomodaron a los costados de su padre como protegiéndose, se abrigaron los pies y estaban ya listos para escuchar las hazañas e historias  de sus compañeros,  especialmente de su padre que en todo caso era el héroe  de la comitiva.
-Cuintanos numasià taytay, cualquier cuintu- pidieron ambos en su lenguaje familiar agregando que no sea para que se orinen de miedo, ello como una petición especial de Nikucha.
! Caraju Manchali! (miedolento)- amonestò ,Marianucha- ¿Para que va cuntar nuestro tayta si vas orinarte en tu calsun?.
-Dejay caraju! – reprendió don Nicasio – yu tambin mi urinaba cuando ira cumu il y mi tayta si riia.
-Cùmu un ti habrá llivado il ninakarru que simpri cuintas- Bromeò Marianucha.
-¡Un mi judas caraju! ¿Acaso yu suy cundinadu? Tu tayta suy catulicu, apustulicu, rumanu; aquistà mi grucificu y mi mamacha Carmin. A mi un mi lliva el supay- diablo- a ti si ti puidi llivar, amarradu cun su cula, pur maleriadu.- Todos rieron y festejaron el buen humor de don Nicasio.
-Willakamullayña don Nicasio- cuente no más ya, pidieron los arrieros
-Piru cuidau cun urinarsi, cujurus.

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