Los Arrieros Del Valle Y El Nina
Karru
I
LOS ARRIEROS
_¡AH,… KHAKHAU KARAJU!, aspas charamunchis samanaman- qué
cansancio, felizmente llegamos al tambo- Discarguen numasiàs puìs … ah… jajaì…
Fue la exclamación satisfactoria, aunque extenuada, del
caporal de la comitiva de arrieros, el momento de llegar al tambo en la
penúltima jornada de su trajín de
rutina; con su piara de mulas, a las que de inmediato procedieron a ubicarlas
en el corralón de piedras del hospedaje andino, a la usanza de nuestros
antepasados Inkas.
Había sido un día más de dura jornada, ya que partieron desde
Tinkak, un fundo ubicado a orillas del rio Yanatile en el valle de Lares. Tras
el penoso ascenso ribereño por Pukamoqo llegaron a Maskà, donde un lamentable
derrumbe les hizo perder medio tiempo de
la jornada. Luego de un ligero respiro al pie del peñón Mant’u, distrayéndose
con las pinturas dejadas por los Inkas, arribaban, al morir el día, a la
vaquería de Mant’u de don Rafael Aragón, cercano a Amparares, una comunidad
donde por fuerza estarían ya al día siguiente.
Mant’u enclavada entre puna y boca de valle, donde la neblina es constante a partir de las tres
de la tarde, llovizna y cae ‘’p’aqarap’i’’ (nevada) que cala hasta los
huesos, congelando los alientos humosos
de los arrieros, tachona- dos de tabaco y coca. Este grupo era uno de los
tantos que rutinariamente realizaban viajes desde las intrincadas zonas de esos
valles ubérrimos y enigmáticos. En este caso viajaban a punta de piernas, con
su piara de mulas (doce mulas) cargadas de diversos productos, desde San
Antonio del valle de Lacco (Laq’o) a orillas del rio Yavero hasta la ciudad de
Calca, pues aún no habían carreteras y a los carros se les conocía por narraciones
casi mitológicas.
-¡Samakuychis, ranqhakuna!- gritaron los arrieros, refiriéndose a las nobles acémilas, luego de
quitarles el agobiante peso de sus cargas y dejarlas dentro del corralón demarcado por piedras puestas de cualquier
manera, por cuyo interior discurría una acequia proveniente de un puquial
cercano, que era muy apreciado por los viajeros y tanto más por sus animales, más al otro lado del río
Amparares, aguas abajo, se une con el Lares formando el Yanatile.
De todas maneras la jornada fue dura, a pesar de la rutina de
vida que se habían trazado: trasportar cargas de coca, café, cacao y otros
productos del extenso Valle de Lacco, a cambio de los cuales de retorno se
llevarían maíz, papas, fideos, cigarrillos, fósforos, velas, azúcar, sal y
panes, preciados privilegios en esas zonas de difícil acceso.
Eran viajes que duraban largos y fatigados días, expuestos al
sol canicular y a las inclemencias del tiempo, con el infaltable fiambre de la
hoja de coca, el aguardiente y el tostado de habas con maíz. Las jornadas eran de 12 a 14 horas, al
cabo del cual debían llegar a un Tambo o por lo menos a un mach’ay – caverna
natural al pie de las rocas – para poder guarecerse de las lluvias y protegerse
de los pumas y ukukos (osos) que constantemente acechaban a los viajeros, como
celosos guardianes de la naturaleza.
Tenían jornadas con escasas interrupciones para tomar
aliento, comer el quqawa (fiambre), asegurar mejor las cargas y beber algo para
el ánimo. Parcos en diálogo durante el día
los arrieros, eran más constantes con sus cuadrúpedos, para animarles a mejor trote: !Mula, caraju! !Chiska,, chiska! !Ch’ututa…
Jah!; fueron sus frases predilectas que hasta los cerros y las agrestes cumbres
se lo sabían y repetían de memoria con
el viento.
Lacco, el valle paralelo al Lares, a cuyo largo recorre
serpenteando el Yavero, afluente del rio Urubamba, que engrosa al Ucayali y da
nacimiento así al chimuku Amazonas.
El nombre de Lacco se origina en el éxodo que realizaron los
últimos Inkas. En su afán por huir de la ambición sanguinaria de los
invasores españoles, llevaron en llamas
y en sus espaldas las ya escasas pero abundantes joyas e ídolos de oro para
esconder de los depredadores. En su travesía confundieron a propósito los caminos, para que no los encuentren,
especialmente en esta zona, por lo que le pusieron el nombre de ‘’laq’ochisqa’’
que significa ‘’ el engaño’’, hasta que finalmente, según cuentan, se ubicaron
en el ‘’Paititi’’ o ‘’Pikikin’’, hasta hoy ciudad mítica perdida de los inkas,
que trataron de construir a similitud del Qosqo, pero que hoy, según los
campesinos y el padre Juan Carlos Polentini Wester, estaría enterrado en un
lugar de dicho valle. Bueno, eso es historia aparte.
-!Q’onchata hap’ichiy! !Nikucha caraju! !Lawata wayk’uy! –
prende el fogón Nikucha y prepara el consomé
de maíz- fue la voz fuertemente paternal y casi ronca por los años, de
don Nicasio, el jefe de la comitiva, el que diseñaba las estrategias de viaje, disponía las horas de descanso y las
diferentes tareas de los arrieros: cargar y descargar los bultos, asegurar las
monturas de palo forrados con pellejos, pastar y abrevar a los animales,
aparejar para la partida, etc., entre otras cosas de ‘’reglamento’’.
Don Nicasio, como cariñosa y respetuosamente lo conocía y
llamaban, era un viejo cetrino, que promediaba
los setentitantos años. Hijo también de arrieros y por tanto experto en
las andanzas. De frente ancha, cara pomulosa cobriza pálida, ojos oscuros y
meticulosos aunque un poco cansados, a notar por las patas de gallo que le
daban una majestad de siglos. El mentón
con línea media desafiaba a cualquier
contraste. La piel curtida como el granito era surcada por las tantas
arrugas con fuerza, que eran trofeos de su eterno combatir con los caminos de
herradura y las fuerzas de la naturaleza. Era la flor y nata del señor de los
caminos, siempre bañado en sudor cuya
salinidad quedaba en los rincones de su rostro, como minas de experiencia.
Nadie sabia de su verdadero origen ni él tampoco, porque sus
ancestros no le habían referido por
falta de tiempo e importancia al caso, y porque además ellos también lo
ignoraban; tal vez, como muchos decían, era originario de algún lugar de
Arequipa, que escapando de los sacudones del Misti había llegado a parar en la
zona.
!Samakuychis kunanqa! – Descansen ahora- Era el momento de
acomodar sus cosas en el suelo junto al fogón,
pero ante todo, el padre tendió
al centro una especie de trapo grisáceo
que contenía la coca sagrada y el depósito de ‘’qollpa’’ – ceniza de cáscara de cacao y marlo de choclo – que lo
utilizaban para ‘’endulzar’’ el boleo de la coca.
Siempre, al final de cada jornada, acostumbraba darles una
palmada en el hombro a sus acompañantes, quienes lo recibían con regocijo,
puesto que era una forma de darles aliento al mismo tiempo que felicitación por
su faena; la coca y el aguardiente lo dirían el resto.
Sus grandes y nudosas manos, proporcionales a su estatura, eran tan duras y ásperas como el tronco del lloqe, estaban surcadas
por gruesas venas sobresalientes que le daban una escultura grotescamente
imponente.
Con esas manos levantó trs hojas de la mejor coca, iniciando así
el ritual de acción de gracias a Pacha Mama y a los Apus, que les habían
permitido la feliz conclusión de la
presente jornada. Los imitaron en el ritual sus acompañantes. Levantaron con
unción las hojas cogiéndolas con ambas manos y lo ofrecieron soplando en
dirección a cada montaña, luego del cual, en un lugar poco transitado, las
acomodaron en el suelo aplastándolas cuidadosamente con una piedra. Ahora
iniciarían las deidades a disfrutar el ofertorio y estarían a mano con los
favores y protección brindada a los arrieros.
Con ese fin se habían quitado, por primera vez en el día, sus
sombreros estrujados y raidos por el uso; atuendos que eran tan infaltables
como sus propios cabellos. Don Nicasio dejó entrever un cráneo de escasos cabellos canos, en desorden
habitual. Su calvicie y piel blanquecina anunciaban su origen mestizo y
denunciaban la excesiva protección que le prodigaba contra las inclemencias del
tiempo.
-!Grais a Dius! – a los Apus y a la madre tierra, hemos
llegado al tambo sin novedad, aunque un poco cansados. Decía en su lenguaje
usual el qeswa. Sus ayudantes lo sabían de memoria y siempre respondían con un
solemne !HUM!, equivalente al amén.
Mientras pikchaban la coca, era preparada la cena suculenta
de maíz molido, con yuca y ch’arqui- carne salada- que por vez contundente
suplirían al fiambre seco y frio.
El encargado de turno estaba sentado junto al fogón, sobre
una piedra ya enraizada en ese lugar. La cocina o q’oncha, eran piedras
colocadas y juntadas con barro, con dos pequeños agujeros para colocar las
ollas y una especie de puerta para alimentar la leña.
La olla o latamanka era un objeto de aluminio renegrida y abollada
por el uso y sus años de servicio, pues pasaba de generación en generación. En
ella revolvía de rato en rato el muchacho con un cucharon de madera que lo
llamaban ‘’wishlla’’ y que cuidaban también como si fuera de oro. La cena de un
color incierto tanto por sus componentes como por el anochecer, olía a ‘’mil
maravillas’’.
El tambo era una construcción rectangular de sólo tres
paredes, de piedras burdas unidas con barro, con techo de aleros y abundante
paja, soportando por tres troncos ahorquillados a manera de columnas, toscos y
grotescos. No tenía la pared frontal a propósito, para facilitar la vigilancia
de sus animales y poder acudir al menor ruido extraño que escuchasen, para
evitar que los compadres de cabeza negra y dos pies lo intentarían, ellos si se
los llevarían laceándolos de por vida.
Nicasio decía orgulloso que ese tambo fue construido por sus
abuelos y debían de cuidarlos. En efecto los arrieros, no sólo de esa comitiva sino también de otras, hacían
faenas para renovar la paja del techo y curar las heridas al tambo.
Los resquicios de las piedras estaban ennegrecidas por los
mecheros de cebo y del techo pendían unos trozos de ramas de chachakomo o
kiswar con barios brazos a manera de perchas,
que les servían para colgar sus cosas pequeñas e inclusive dejar
guardados algunos víveres indispensables
que eran también agregados por otros arrieros, por tratarse de bienes de uso
común. El tambo estaba de espaldas a las corrientes del viento, que no sólo
silbaba sino hasta cantaba en la noche, según comentaban los arrieros al llegar
a su destino.
En un semicírculo ceñido acomodaron los aparejos de las
acémilas: monturas burdas de palos unidos y forrados con pellejo de llama, sus
cargas y demás pertenencias, para que
les protejan del frio infernal. Luego tendieron los pellejos de llama y oveja
en el suelo y recostados con todos esos respaldos, empezaron a comentar las
incidencias del viaje y las previsiones
que adoptarían para el día siguiente:
arreglar sus herraduras al bayo y a la torcaza, reforzar el costal que estaba por reventar, que el cetrino
manchado vaya casi adelante porque extrañamente estaba muy lento,… así y tantas
etcéteras de costumbre.
Los platos desportillados empezaron a circular humeantes y
con fragancias exorbitantes, conteniendo el
reconfortante potaje: la lawa, la
saralawacha muñasapacha, que luego de un ‘’shullpayki’’ – gracias-
emprendieron a consumir a grandes sorbos, ávidos, girando el borde del plato
entre ambas manos, para evitar que les queme.
El joven cocinero también consumía alocado, mientras invitaba orgulloso a
aumentarse a quienes lo deseasen, porque
esta vez cocinò inspirado por el hambre, con bastante cebo de res y muña.
Concluyeron sudorosos,
ensimismados, con una exclamación satisfactoria !HUY!; palmeándose las barrigas repletas con ambas manos. Nicasio
dio la iniciativa al levantarse para ir
a lavar su plato en el manante próximo, pero antes de salir exclamó: ! Grais a
Dius! !Hum! Y el resto a coro repitió !Grais a Dius! ! Tayta! !Hum!.
El tambo se llenó de
sonidos de eructo. Los arrieros se perdieron
por los matorrales del cerro, en una procesión extraña, repitiendo términos como:
!Hisp’akamunallana! Puñukamunanchispaq- orinemos de una vez para dormirnos.
El cocinero se ganó
buenos elogios: bin ricu caraju; ñañau rica lawita… mijor qui las warmis has
cusinaru caraju…
Estaba de cocinero Nikucha, el segundo hijo de don Nicasio,
un muchachito pálido con incisivos de
conejo. Era tan delgado que parecía quebrarse o que el viento se lo lleve. No
se sabía si estaba en sus doce o quince años, eso no importaba, lo válido era que se estaba iniciando en las andanzas.
El vestía las ropas de sus hermanos y de su padre, por lo que su imagen se
hacia más grotesca: una camisa a cuadros
gruesa de franela con varios ‘’kilos’’ de polvo y sebo de unos cuantos años
atrás, cuyas mangas tenia que redoblarlas
formando un bulto popeyesco; su pantalón también abolsado, era tan ancho
que debía darle casi dos vueltas a su enjuta cintura y atarlo con precisión con
su chumpi para que no caiga con su propio peso; y el sombrero, que propiamente le cubría hasta las narices, hacia de él
una hermosa figura contrastante con la sobria naturaleza.
Su !Huajajai caraju! Resonaba en el camino, aún más agudo que el maullido de un
gato ahorcado, contagiando a todo su escaso mundo.
Ahora su mayor sueño era llegar a la ciudad lo más rápido
posible, si era necesario volando, ya que su padre le había ofrecido
obsequiarle con muchas golosinas: K’uyu chutas (panes especiales de trigo)
donde la señora Begazo, la dulce jalada donde el ‘’siñur humanchapchi Caparù’’
y el rico maná de maíz donde la ``paqayzapatu paya’’, sus caseros predilectos.
Con todas esas agradables inquietudes, entusiasta les sirvió
sendos jarros de ‘’tè macho’’ – té con aguardiente-. Ellos se sentaron casi
recostados, encendieron sus ‘’cigarrillos’’ –tabaco envuelto en hojas de papel-
le dieron una bocanada profunda y arrojaron el humo dentro de las copas de sus
sombreros- ‘’cuntra il vinto, cuntral hechizó’’ – contra los malos vientos y
maleficios.
Nikucha y Marianucha, que era su hermano mayor, se acomodaron
a los costados de su padre como protegiéndose, se abrigaron los pies y estaban
ya listos para escuchar las hazañas e historias
de sus compañeros, especialmente
de su padre que en todo caso era el héroe
de la comitiva.
-Cuintanos numasià taytay, cualquier cuintu- pidieron ambos
en su lenguaje familiar agregando que no sea para que se orinen de miedo, ello
como una petición especial de Nikucha.
! Caraju Manchali! (miedolento)- amonestò ,Marianucha- ¿Para
que va cuntar nuestro tayta si vas orinarte en tu calsun?.
-Dejay caraju! – reprendió don Nicasio – yu tambin mi urinaba
cuando ira cumu il y mi tayta si riia.
-Cùmu un ti habrá llivado il ninakarru que simpri cuintas-
Bromeò Marianucha.
-¡Un mi judas caraju! ¿Acaso yu suy cundinadu? Tu tayta suy
catulicu, apustulicu, rumanu; aquistà mi grucificu y mi mamacha Carmin. A mi un
mi lliva el supay- diablo- a ti si ti puidi llivar, amarradu cun su cula, pur
maleriadu.- Todos rieron y festejaron el buen humor de don Nicasio.
-Willakamullayña don Nicasio- cuente no más ya, pidieron los
arrieros
-Piru cuidau cun urinarsi, cujurus.
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