miércoles, 11 de julio de 2012


LA DESPEDIDA
IV
EN EL UMBRAL
Aurelio y sus compañeros tomaron el café con yuca sancochada, sentados alrededor de su burda mesa. El lamparín  iluminaba con su mortecina luz el estrecho ambiente de división del aula, dando un aspecto espectral a los comensales. Un silencio de preocupación les había invadido. Tras ellos la cortina que les separaba de las carpetas, se movía suavemente con la ligera brisa que llegaba el río, porque las ventanas carecían de vidrios y tenían escasa protección por el calor.
A 50 metros de la escuela había una casucha de millik’a cuyos propietarios, gente pobre, criaban varios perros. Estos, por momentos, aullaban melancólicamente de manera inusual; hasta el gallo se le ocurrió  cantar a las siete de la noche. El ambiente era extrañamente  pesado, tenso y cualquier ruido sobresaltaba los sentidos. Ninguno de los  comensales  tenis sueño y menos quería irse a sus tarimas. La  única  y pequeña radio a transistores funcionaba con interferencias. Ellos conversaban  de cualquier cosa y siempre llegaban al mismo punto: asuntos relacionados con la muchacha enferma. Ya avanzada la noche decidieron  acostarse, rezaron y apagaron el lamparín, aunque no la radio, pues estaba en la cabecera  de Aurelio y él como siempre seria el encargado de hacerlo. Tampoco le dejaron coger sueño a Aurelio, que hasta les pidió que guardasen  silencio por favor. Fue una noche de sobresaltos, con los nervios en punta. Casi al amanecer, cuando nuevamente  cogían el real sueño, éste fue bruscamente cortado por fuertes golpes a la puerta: ¡¿Quién es?!...¡Que quiere! – preguntó a gritos Aurelio.
¡Yo soy ¡… ¡Su alumna! – Respondió la voz de una mujer llorosa- estoy aquí, - prosiguió – para comunicarse  que su alumna Francisca ha fallecido hace poco – más llanto. Prendieron la lámpara, con es luz y con la linterna en la mano abrieron a la puerta y… misteriosamente no había  nadie.
Aurelio y sus acompañantes llamaron por diversos nombres, alumbrando por todo lado, no obtuvieron respuesta alguna y para colmo no había nadie. De un tirón juntaron la puerta y luego con llave. Se les erizaron los cabellos, la piel se les puso como gallina, un fuerte hedor de zorrino invadió el ambiente, aullaron los perros y luego se hizo un profundo silencio. Miraron sus relojes y eran las tres de la mañana. Casi sentados en sus camas esperaron  más de dos largas horas hasta que amanezca. Tenían la lámpara encendida, linternas a la mano y encendiendo la radio. Una emisora de Lima trasmitía música tropical. Todos estaban automáticamente  callados o simulaban estarlo, pues por momentos murmuraban entre suspiros: ¡Qué pena! Según sus cálculos demoraron siglos antes que amanezca. En cuanto ellos ocurrió se levantaron, rezaron y siempre los  tres se dirigieron a su cocina. María se cargó a su bebé aún dormido. Sentados alrededor del fogón empezaron a preparar sus alimentos. Estaban sombríos y además sorprendidos  por lo ocurrido. Nadie quería alejarse  solo, pero tampoco lo manifestaban. Se notaba en el ambiente una extraña presencia a pesar de la claridad del día.

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