LA DESPEDIDA
IV
EN EL UMBRAL
Aurelio y sus
compañeros tomaron el café con yuca sancochada, sentados alrededor de su burda
mesa. El lamparín iluminaba con su
mortecina luz el estrecho ambiente de división del aula, dando un aspecto
espectral a los comensales. Un silencio de preocupación les había invadido.
Tras ellos la cortina que les separaba de las carpetas, se movía suavemente con
la ligera brisa que llegaba el río, porque las ventanas carecían de vidrios y
tenían escasa protección por el calor.
A 50 metros de la
escuela había una casucha de millik’a cuyos propietarios, gente pobre, criaban
varios perros. Estos, por momentos, aullaban melancólicamente de manera
inusual; hasta el gallo se le ocurrió
cantar a las siete de la noche. El ambiente era extrañamente pesado, tenso y cualquier ruido sobresaltaba
los sentidos. Ninguno de los
comensales tenis sueño y menos
quería irse a sus tarimas. La única y pequeña radio a transistores funcionaba con
interferencias. Ellos conversaban de
cualquier cosa y siempre llegaban al mismo punto: asuntos relacionados con la
muchacha enferma. Ya avanzada la noche decidieron acostarse, rezaron y apagaron el lamparín,
aunque no la radio, pues estaba en la cabecera
de Aurelio y él como siempre seria el encargado de hacerlo. Tampoco le
dejaron coger sueño a Aurelio, que hasta les pidió que guardasen silencio por favor. Fue una noche de
sobresaltos, con los nervios en punta. Casi al amanecer, cuando nuevamente cogían el real sueño, éste fue bruscamente
cortado por fuertes golpes a la puerta: ¡¿Quién es?!...¡Que quiere! – preguntó
a gritos Aurelio.
¡Yo soy ¡… ¡Su
alumna! – Respondió la voz de una mujer llorosa- estoy aquí, - prosiguió – para
comunicarse que su alumna Francisca ha
fallecido hace poco – más llanto. Prendieron la lámpara, con es luz y con la
linterna en la mano abrieron a la puerta y… misteriosamente no había nadie.
Aurelio y sus
acompañantes llamaron por diversos nombres, alumbrando por todo lado, no
obtuvieron respuesta alguna y para colmo no había nadie. De un tirón juntaron
la puerta y luego con llave. Se les erizaron los cabellos, la piel se les puso
como gallina, un fuerte hedor de zorrino invadió el ambiente, aullaron los
perros y luego se hizo un profundo silencio. Miraron sus relojes y eran las
tres de la mañana. Casi sentados en sus camas esperaron más de dos largas horas hasta que amanezca. Tenían
la lámpara encendida, linternas a la mano y encendiendo la radio. Una emisora
de Lima trasmitía música tropical. Todos estaban automáticamente callados o simulaban estarlo, pues por
momentos murmuraban entre suspiros: ¡Qué pena! Según sus cálculos demoraron
siglos antes que amanezca. En cuanto ellos ocurrió se levantaron, rezaron y
siempre los tres se dirigieron a su
cocina. María se cargó a su bebé aún dormido. Sentados alrededor del fogón
empezaron a preparar sus alimentos. Estaban sombríos y además sorprendidos por lo ocurrido. Nadie quería alejarse solo, pero tampoco lo manifestaban. Se notaba
en el ambiente una extraña presencia a pesar de la claridad del día.
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