Un día de marzo, un viejo de sesenta años y de mucho dinero,
afincado en Ocobamba, lo pidió a don Anselmo la mano de su hija Juana. La chica
tenia apenas quince años, era muy agraciada, de grandes ojos negros, y estaba
en la etapa de amar con la vida y el corazón, pero no aun viejo inútil y estéril
que había sido abandonado por su esposa. Pero el padre de Juana, don
Anselmo, era un hombre muy ambicioso que
vio en el Ocobambino una gran
oportunidad para salir de su pobreza. Para sus adentros se decía: ¡qué sea feo
y viejo no interesa, sino que tiene mucha plata!.
En pocos días, don Anselmo ya se sentía dueño de la hacienda
de su futuro yerno. Como era empleado de la municipalidad, utilizó el cargo para buscar un compadre de
importancia. En pocos días comenzó a pavonearse saludando delante de todos a su
prospectivo padrino y, con voz zalamera, le decía: ¿cómo está compadrito? Y él ricachón
contestaba: ¿Cómo está mi ahijadita?.
De la mujer de Don Anselmo para que te cuente, ya ni pisaba
el suelo y se creía paseando por las nubes. Sin embargo, la gente conocía su
procedencia y lo que había sido en su juventud. De cólera al ver a la ahora
altanera mujer, decían: esta baceniquera del hacendado ¿qué se cree?, seguro
que espera que la saludemos. Mientras ella comentaba en alta voz: la felicidad
de mi hija está en el dinero. Y así obligaron a la Juanacha a matrimoniarse con
el vejete.
Después de algunos
meses, el nuevo hogar comenzó a trastabillar por la diferencia de edades. La
Juana estaba aburrida, el vejete celoso.
Al enterarse de los problemas de la pareja y temiendo perder
los beneficios que ya creía suyos, don Anselmo fue donde un hechicero. Llevando
un calzoncillo del viejo y su fotografía.
Don Anselmo no buscaba prolongar la unión de su hija con el
viejo; quería la muerte del anciano yerno, para así quedarse con la inmensa propiedad y los ganados finos que tenia.
Pero, en sus pocos días de boda, el gamonalillo rejuveneció, pues el amancebamiento con la mujer le hizo muy bien.
En tanto, don
Anselmo, que esperaba la muerte de su yerno, desesperada de impaciencia,
frotándose las manos con desesperación.
Los pleitos entre Juanacha y el terrateniente llegaron a su clímax.
El hacendado, al darse cuenta que ella miraba con ojos de carnero degollado a
un joven y apuesto pastor de la hacienda, botó de sus casa a la Juanacha, como
si fuera un estropajo usado.
Pero Juanacha no se asustó. Esperó con paciencia, hasta un día
en que el hacendado se asustó de la finca. Contrató un gran camión y mientras
su marido estaba fuera, cargó con todo lo que había en su casa, dejando solo un
par de cueros y una frazada vieja para que su marido no muriera de frio. Cuando
el viejo regresó a su propiedad, montó en cólera y se propuso vengarse de lo
que le había hecho su infiel mujer.
Pero el corazón del anciano estaba muy agitado. No podía
olvidar la bella figura de sus esposa ni sus caricias, aunque las sabía fingir,
y se propuso reconquistarla, pese a las frondosas astas que le había crecido
sobre su frente. Pensando que ‘’aunque estés separada de mi, eres parte de mis
propiedades’’, quiso ablandar a su adorado tormento. Así le envió dos vacas
finas y preñadas para que tenga leche en su casa.
Cuando don Anselmo vio el regalo que mandaba su yerna, saltó
de alegría, porque estaba muy apretado económicamente y no le alcanzaba para
mantener a su numerosa familia, menos ahora que la Juancha había regresado, con
muchos muebles usados, pero sin un cobre en el bolsillo.
En tanto, la Juanacha se ponía cada día más hermosa y
atractiva, convirtiéndose en el centro de tracción de los jóvenes que la
piropeaban y llenaban de halagos. También era la comidilla de los viejos
verdes, que se relamían pensando que ese mujeron podía algún día ser suyo. La Juanacha los
miraba con desenfado, como si les dijera: ‘’Ven, pues, y tómame si tienes como.
Y si aún puedes’’
En la casa de don Anselmo aún quedaban sus otras bonitas
hijas, esperando un postor, aunque fuera feo, viejo, ciego, cojo lo único que
la familia esperaba era que tenga mucho dinero.
Un día, muy próximo al año nuevo, se presentó en la oficina
de la alcaldía un joven desconocido. Llevaba en la mano derecha: un panetón y en la otra una botella de champán
de buena calidad. El joven le dijo a don Anselmo, en presencia del alcalde y
los regidores:
_Señor Anselmo, su yerno don Alfredo le envía estos
presentes y le desea Feliz Navidad y Próspero
Año Nuevo.
_ ¿Para mi? Respondió don Anselmo, aturdido por la emoción.
_Si, don Anselmo. Además su yerno le desea lo mismo a su
esposa e hijos y en especial a la señora Juanita.
_No esperaba esta sorpresa de mi yerno, el hacendado don
Alfredo, dijo en voz alta, jactándose del parentesco.
Después que se retiro el joven, el alcalde y los regidores
se miraron alegres, luego el burgomaestre dijo con voz provocadora:
_Señor Secretario creo que ese champancito pide unas
copitas.
_Efectivamente, señor alcalde. Brindaremos, pero este panetón se lo enviaré a mi esposa para que lo disfrute con mis hijos.
_Esta bien. Don Anselmo, siempre usted tan atento con su
familia.
-Tienes que ser así, señor alcalde, respondió don Anselmo.
Pronto don Anselmo destapó la botella y comenzó a distribuir
el champán en una copita, luego mirando al alcalde y a los regidores dijo-
_ ¡Salud, señor alcalde! ¡Señores regidores, por el
advenimiento del año!
_ ¡Salud! _respondieron todos.
Cuando bebieron el
primer sorbo, sus lenguas percibieron algo agrio y apestoso, luego se miraron,
sin decirse nada.
Mientras que en la casa de don Anselmo, con ilusión abrieron
la caja del panetón, pero solamente encontraron una torta hecha con bosta de
ganado.
Era Día de Inocentes, 28 de diciembre. El alcalde, sus
regidores y don Anselmo habían tragado un sorbo de orín de un burro viejo, la
pesada broma que don Alfredo les había jugado.

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