LA OBRA MAESTRA
El sol abrasador caía sobre el piso duro; un beodo, en una
de las aceras, dormía con su espalda
desabrigada; las vivanderas del mercado
San Camilo, trataban de compadecerse y reconocerles; alguien con semblante
compungido dijo:
_Este hombre ¿No es el pintor que siempre sale en los periódicos?
_Hace semanas lo veía muy bien vestido, ahora parece una
desgracia, un mendigo _afirmaba Lucila.
Había dormido de sol a sol, la sombra avanzaba a pasos
agigantados, arrastrando los fríos de Junio y Julio; de pronto levantosè con
rapidez y temor, miró a todas partes, después
de desempolvarse su saco sucio, miró la
muñeca de su mano izquierda, había desaparecido su reloj de pulsera enchapado
en oro; dio algunas contorsiones, seguidamente, resignado se enrumbó a la próxima
bocacalle con pasos lentos, parecía que los pies le pesaban; por fin volteó la
esquina, e ingresó en una miserable
tienducha.
De la tienducha se habían apoderado las telarañas que
colgaban del techo, los estantes descoloridos por la vejez, las botellas vacías
y sucias llenaban el ambiente; los mostradores sin vidrios y a un costado, en
una mesa con bancas toscas estaban sentados los bebedores.
El dueño del establecimiento, ya era un hombre de edad, aparentaba
sufrimiento, estaba arrimado con los codos al
mostrador del frente, escuchando atentamente la plática de los
consumidores; también de rato en rato, se reía
por las carcajadas de los borrachos. Los tragos se engullían con placer
y gracia; después de algunas ruedas, el dueño prendió el cantil viejo, la
luz llegaba a unos pasos, el humo de
kerosene se desvanecía en el espacio. En ese momento el artista ingresó con mucha confianza al
establecimiento, después de saludar, se sentó, junto a ellos en un cajón de madera, buscó la comodidad, se incorporó
a la charla, cogió un copetín de
aguardiente, la mano le temblaba hasta llegar a la orilla de sus labios. Seguidamente
bebió con placer y gusto, luego de dos copetines de aguardiente charlaba con
mucha chispa y alegría con sus compañeros, pero siempre con una mirada profunda
hacia el semblante de sus amigos, a quienes intentaba escudriñar sus profundidades
con preguntas.
Los clientes disimuladamente se iban retirando, las neblinas
oscuras cubrían la urbe, el sueño del establecimiento se debatía entre despertar y dormir; buscaba
los recursos para desalojar al recién llegado;
finalmente al verse solo, el pintor, abandonó la tienda, y caminó sin
rumbo para pasar la noche gélida en
cualquier lugar.
¡Era el plan de todos los días!
Después de muchas semanas de desaparición buscaban afanosamente
a Manuel Fernández, sus padres y hermanos por calles, parques y plazas. Ellos, perdían
la esperanza puesto que habían llegado hasta el último villorrio de Arequipa. En
las comisarias y delegaciones policiales
no encontraron ni mención del pintor.
Un día lunes, un vecino de la familia Fernández pasó la voz
que el artista se encontraba encima de un montón de basura alrededor del mercado de un pueblo joven. Efectivamente
lo encontraron durmiendo junto con otros
alcohólicos y menesterosos.
El padre del artista lo despertó, Manuel Fernández se puso
de pie, apestaba a mil diablos, su vestimenta estaba inmunda y llena de moscos,
el padre tenía vergüenza de llamar un taxi puesto que cualquier conductor de
estos vehículos no le iba aceptar. En
efecto tomando fuerza de voluntad le hizo caminar hasta su casa. Cuando llegó
a su domicilio, el padre, en primer lugar, sacó varios cubos de agua, y en
plena calle lo baldeó a la vista y paciencia de la gente, después recién le
cambio de vestimenta para luego pasar al comedor y yantar después de tantos días
de borrachera.
¡Manuel, la primera noche durmió plácidamente!
Al día siguiente, desde los primeros rayos del sol, Manuel agarró
los pinceles y se puso a pintar; el
pincel corría maravillosamente sobre el lienzo, faltaba que el cuadro hablase,
estaba impregnado de vida, de algo especial, que conmovía su psicología, su
medio social y a los espectadores.
¡Había concluido con la obra!
Los días venían y pasaban, las estaciones cambiaban, Manuel
esperaba, con suma paciencia un acontecimiento para lanzar sus creaciones;
aquel hombre de tamaño normal, de tez oscura, jamás había ingresado en un
instituto superior, con su innata constancia, descubrió las leyes y técnicas del
arte.
La tierra de Arequipa, festejaba el 15 de agosto, un
aniversario más; la municipalidad no
solamente organizó actividades cívico patrióticas, sino, también, culturales;
por lo tanto hubo exhibiciones de pinturas en los pasadizos del local del
municipio; los periodistas y aficionados
comentaron sobre la calidad de los trabajos. Después de la exposición, los
trabajos de Manuel Fernández marcharon al extranjero.
Cuando culminaron los festejos por el aniversario de la ciudad de Arequipa, el alcalde llamó a
Manuel Fernández, y lo declaró hijo predilecto de la Blanca Ciudad. La
ceremonia culminó con el brindis, y algunos recordatorios, el artista con más
entusiasmo y alegría comenzó a moverse por la pirámide de la sociedad
arequipeña.
De grandes hoteles a bares lujosos; de bares lujosos, a
bares pobres; de bares pobres a bodegas; de bodegas a las veredas y villorrios.
De la compañía de los acaudalados, ala compañía de los
profesionales; de los profesionales a
los obreros; de los obreros a la compañía de mendigos.
Había bajado por la escalera social hasta el fondo de los
hombres, fácilmente. Había subido a la cúspide de la sociedad: tan difícilmente.
Estaba enlodado en el último escaño de los humanos, vivía su
misma vida, comía su misma comida, bebía el mismo trago, sufría el mismo dolor
de los hombres, lloraba la misma lágrima del sufrimiento.
Las gentes se lamentaban por la situación de tan joven artística, con brillante norte, las interpretaciones
eran tantas, por ejemplo: decían tal vez por el corazón de una mujer, quizás por
algo de la vida, puede que sea por falta de voluntad ante las tentaciones.
El viento de agosto navegaba con sus alas, trayendo
novedades de otros confines, las instituciones hicieron eco, de tan lamentable
estado del ciudadano llamado Manuel Fernández de Arequipa, llamaban
a una cruzada para rescatarlo de las garras oscuras y crueles del alcohol que
arrastra a los pobres; finalmente fue salvado del principio y llevado a su
domicilio, en este salvataje participaron los psicólogos y otros especialistas
para curar de la enfermedad social que doblegaba al artista.
Otra vez expuso sus creaciones, después de varias estaciones,
en la casa de la cultura, recibió alabanzas y condecoraciones de las
personalidades del estado, sus bolsillos se llenaban de dólares, y sus cuadros marchaban al exterior; fuera de
ello, recibió becas e invitaciones para que visite a otros países, recorrió bellas
urbes, conoció otros artistas y las embajadas le premiaron. Durante su ocio
pintaba sus vivencias y exponía sus creaciones en Lima en los mejores
centros culturales.
El Crillón abrigó las obras nuevas de Manuel Fernández, los
acaudalados espectaron los cuadros, una mayoría
salían decepcionados, pues había pintado sus experiencias, modernas y europeas:
mujeres bellas, edificios lujosos, aviones del último modelo, paisajes de los urbes; en el contenido
había un inmenso precipicio entre las antiguas creaciones y las actuales.
Al corazón de Manuel Fernández ingresó el tósigo de la decepción,
y de la cúspide social precipitadamente comenzó a zambullirse en el sitio que
le habían inspirado sus creaciones. En efecto en pocos días dejaba los
elegantes ternos, los zapatos de la última moda, y la corbata, para caminar
como mendigo por las calles de Arequipa. Un día, Manuel Fernández se presentó
en la puerta de un templo, en uno de los suburbios de la ciudad, se animó a
ingresar al edificio sagrado, lo recorrió de canto a canto observando los
cuadros, las figuras de Dios, de María y de los Santos en los altares hasta
que, finalmente, se cuadró delante de un crucifijo que contempló profundamente.
Después de este hecho se retiró hacia su domicilio.
El artista llegó jadeante a su casa, su madre, como toda
madre, le abrió el corazón de par en par; ella sin asquearse lo aseó y le brindó
un plato de un agradable potaje y le mudó de vestimenta. El pintor después de
recibir tanta atención se dirigió hacia su dormitorio, luego se puso a pintar
el cuadro que tanta pesadumbre trajo a su familia y especialmente a su madre
quien, con las lágrimas en los ojos, suplicó muchas veces que dejara este arte
lleno de fatalidad.
Manuel Fernández, con todas sus facultades, comenzó a pintar
al Cristo Crucificado, demoraba, acaso, horas pero estaba tan concentrado que
no sentía hambre ni sed en su trabajo hasta que finalmente abandonó la habitación
puesto que no había culminado con la obra
debido a que el semblante del Cristo que había visto en el templo no lo convencía;
en efecto salió a buscar un semblante
dentro la gente del pueblo. Pasaban los días, semanas acaso meses; y no
encontraba, hasta que finalmente, escuchó que un hombre agonizaba de debilidad
en uno de los suburbios de Arequipa. Manuel corrió, efectivamente todavía tuvo
la suerte de ver el rostro del agonizante a un hombre que lentamente cerraba
los ojos. El pintor captaba con suma atención los pasajes de la muerte.
El pintor marchaba con lágrimas en los ojos, conmovido por
aquel pasaje de la muerte. Cuando llegó a su casa, se metió en su habitación a
pintar el semblante de Cristo, Cuando culminó aquel rostro del redentor
crucificado le miró tan profundamente que, no pudo soportar la emoción de ver
su obra maestra y echose a llorar inconsolablemente, mirando aquel cuadro
extraordinario.
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