viernes, 29 de junio de 2012


LA OBRA MAESTRA
El sol abrasador caía sobre el piso duro; un beodo, en una de las aceras, dormía con su espalda 
desabrigada; las vivanderas del mercado San Camilo, trataban de compadecerse y reconocerles; alguien con semblante compungido dijo:
_Este hombre ¿No es el pintor que siempre sale en los periódicos?
_Hace semanas lo veía muy bien vestido, ahora parece una desgracia, un mendigo _afirmaba Lucila.
Había dormido de sol a sol, la sombra avanzaba a pasos agigantados, arrastrando los fríos de Junio y Julio; de pronto levantosè con rapidez y temor, miró a todas partes,  después de   desempolvarse su saco sucio, miró la muñeca de su mano izquierda, había desaparecido su reloj de pulsera enchapado en oro; dio algunas contorsiones, seguidamente, resignado se enrumbó a la próxima bocacalle con pasos lentos, parecía que los pies le pesaban; por fin volteó la esquina, e ingresó  en una miserable tienducha.
De la tienducha se habían apoderado las telarañas que colgaban del techo, los estantes descoloridos por la vejez, las botellas vacías y sucias llenaban el ambiente; los mostradores sin vidrios y a un costado, en una mesa con bancas toscas estaban sentados los bebedores.
El dueño del establecimiento, ya era un hombre de edad, aparentaba sufrimiento, estaba arrimado con los codos al  mostrador del frente, escuchando atentamente la plática de los consumidores; también de rato en rato, se reía  por las carcajadas de los borrachos. Los tragos se engullían con placer y gracia; después de algunas ruedas, el dueño prendió el cantil viejo, la luz  llegaba a unos pasos, el humo de kerosene se desvanecía en el espacio. En ese momento  el artista ingresó con mucha confianza al establecimiento, después de saludar, se sentó, junto a ellos en un  cajón de madera, buscó la comodidad, se incorporó a la charla,  cogió un copetín de aguardiente, la mano le temblaba hasta llegar a la orilla de sus labios. Seguidamente bebió con placer y gusto, luego de dos copetines de aguardiente charlaba con mucha chispa y alegría con sus compañeros, pero siempre con una mirada profunda hacia el semblante de sus amigos, a quienes intentaba escudriñar sus profundidades con preguntas.
Los clientes disimuladamente se iban retirando, las neblinas oscuras cubrían la urbe, el sueño del establecimiento  se debatía entre despertar y dormir; buscaba los recursos para desalojar  al recién llegado; finalmente al verse solo, el pintor, abandonó la tienda, y caminó sin rumbo  para pasar la noche gélida en cualquier lugar.
¡Era el plan de todos los días!
Después de muchas semanas de desaparición buscaban afanosamente a Manuel Fernández, sus padres y hermanos por calles, parques y plazas. Ellos, perdían la esperanza puesto que habían llegado hasta el último villorrio de Arequipa. En las comisarias y delegaciones  policiales no encontraron ni mención del pintor.
Un día lunes, un vecino de la familia Fernández pasó la voz que el artista se encontraba encima de un montón de basura alrededor  del mercado de un pueblo joven. Efectivamente lo encontraron  durmiendo junto con otros alcohólicos y menesterosos.
El padre del artista lo despertó, Manuel Fernández se puso de pie, apestaba a mil diablos, su vestimenta estaba inmunda y llena de moscos, el padre tenía vergüenza de llamar un taxi puesto que cualquier conductor de estos vehículos no le iba aceptar. En  efecto tomando fuerza de voluntad le hizo caminar hasta su casa. Cuando llegó a su domicilio, el padre, en primer lugar, sacó varios cubos de agua, y en plena calle lo baldeó a la vista y paciencia de la gente, después recién le cambio de vestimenta para luego pasar al comedor y yantar después de tantos días de borrachera.
¡Manuel, la primera noche durmió plácidamente!
Al día siguiente, desde los primeros rayos del sol, Manuel agarró los pinceles y se puso a pintar;  el pincel corría maravillosamente sobre el lienzo, faltaba que el cuadro hablase, estaba impregnado de vida, de algo especial, que conmovía su psicología, su medio social y a los espectadores.
¡Había concluido con la obra!
Los días venían y pasaban, las estaciones cambiaban, Manuel esperaba, con suma paciencia un acontecimiento para lanzar sus creaciones; aquel hombre de tamaño normal, de tez oscura, jamás había ingresado en un instituto superior, con su innata constancia, descubrió las leyes y técnicas del arte.
La tierra de Arequipa, festejaba el 15 de agosto, un aniversario más; la municipalidad  no solamente organizó actividades cívico patrióticas, sino, también, culturales; por lo tanto hubo exhibiciones de pinturas en los pasadizos del local del municipio; los periodistas  y aficionados comentaron sobre la calidad de los trabajos. Después de la exposición, los trabajos de Manuel Fernández marcharon al extranjero.
Cuando culminaron los festejos por el aniversario  de la ciudad de Arequipa, el alcalde llamó a Manuel Fernández, y lo declaró hijo predilecto de la Blanca Ciudad. La ceremonia culminó con el brindis, y algunos recordatorios, el artista con más entusiasmo y alegría comenzó a moverse por la pirámide de la sociedad arequipeña.
De grandes hoteles a bares lujosos; de bares lujosos, a bares pobres; de bares pobres a bodegas; de bodegas a las veredas y villorrios.
De la compañía de los acaudalados, ala compañía de los profesionales;  de los profesionales a los obreros; de los obreros a la compañía de mendigos.
Había bajado por la escalera social hasta el fondo de los hombres, fácilmente. Había subido a la cúspide de la sociedad: tan difícilmente.
Estaba enlodado en el último escaño de los humanos, vivía su misma vida, comía su misma comida, bebía el mismo trago, sufría el mismo dolor de los hombres, lloraba la misma lágrima del sufrimiento.
Las gentes se lamentaban por la situación de tan joven artística,  con brillante norte, las interpretaciones eran tantas, por ejemplo: decían tal vez por el corazón de una mujer, quizás por algo de la vida, puede que sea por falta de voluntad ante las tentaciones.
El viento de agosto navegaba con sus alas, trayendo novedades de otros confines, las instituciones hicieron eco, de tan lamentable estado del ciudadano   llamado Manuel Fernández de Arequipa, llamaban a una cruzada para rescatarlo de las garras oscuras y crueles del alcohol que arrastra a los pobres; finalmente fue salvado del principio y llevado a su domicilio, en este salvataje participaron los psicólogos y otros especialistas para curar de la enfermedad social que doblegaba al artista.
Otra vez expuso sus creaciones, después de varias estaciones, en la casa de la cultura, recibió alabanzas y condecoraciones de las personalidades del estado, sus bolsillos se llenaban de dólares, y  sus cuadros marchaban al exterior; fuera de ello, recibió becas e invitaciones para que visite a otros países, recorrió bellas urbes, conoció otros artistas y las embajadas le premiaron. Durante su ocio pintaba sus vivencias y exponía sus creaciones en Lima en los mejores centros  culturales.
El Crillón abrigó las obras nuevas de Manuel Fernández, los acaudalados espectaron  los cuadros, una mayoría salían decepcionados, pues había pintado sus experiencias, modernas y europeas: mujeres bellas, edificios lujosos, aviones del último  modelo, paisajes de los urbes; en el contenido había un inmenso precipicio entre las antiguas creaciones y las actuales.
Al corazón de Manuel Fernández ingresó el tósigo de la decepción, y de la cúspide social precipitadamente comenzó a zambullirse en el sitio que le habían inspirado sus creaciones. En efecto en pocos días dejaba los elegantes ternos, los zapatos de la última moda, y la corbata, para caminar como mendigo por las calles de Arequipa. Un día, Manuel Fernández se presentó en la puerta de un templo, en uno de los suburbios de la ciudad, se animó a ingresar al edificio sagrado, lo recorrió de canto a canto observando los cuadros, las figuras de Dios, de María y de los Santos en los altares hasta que, finalmente, se cuadró delante de un crucifijo que contempló profundamente. Después de este hecho se retiró hacia su domicilio.
El artista llegó jadeante a su casa, su madre, como toda madre, le abrió el corazón de par en par; ella sin asquearse lo aseó y le brindó un plato de un agradable potaje y le mudó de vestimenta. El pintor después de recibir tanta atención se dirigió hacia su dormitorio, luego se puso a pintar el cuadro que tanta pesadumbre trajo a su familia y especialmente a su madre quien, con las lágrimas en los ojos, suplicó muchas veces que dejara este arte lleno de fatalidad.
Manuel Fernández, con todas sus facultades, comenzó a pintar al Cristo Crucificado, demoraba, acaso, horas pero estaba tan concentrado que no sentía hambre ni sed en su trabajo hasta que finalmente abandonó la habitación  puesto que no había culminado con la obra debido a que el semblante del Cristo que había visto en el templo no lo convencía; en efecto salió a buscar  un semblante dentro la gente del pueblo. Pasaban los días, semanas acaso meses; y no encontraba, hasta que finalmente, escuchó que un hombre agonizaba de debilidad en uno de los suburbios de Arequipa. Manuel corrió, efectivamente todavía tuvo la suerte de ver el rostro del agonizante a un hombre que lentamente cerraba los ojos. El pintor captaba con suma atención los pasajes de la muerte.
El pintor marchaba con lágrimas en los ojos, conmovido por aquel pasaje de la muerte. Cuando llegó a su casa, se metió en su habitación a pintar el semblante de Cristo, Cuando culminó aquel rostro del redentor crucificado le miró tan profundamente que, no pudo soportar la emoción de ver su obra maestra y echose a llorar inconsolablemente, mirando aquel cuadro extraordinario. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario