EL CASTIGO DE LOS
DIOSES ANDINOS
En cierta ocasión,
cabalgando un hermoso corcel llegó al lejano y olvidado pueblo de Pampachiri,
de la provincia de Andahuaylas, Región de Apurímac, un joven de,
aproximadamente, 25 años de edad; portaba su nombramiento de gobernador
de aquel distrito. Después de desmontar en la plaza se dirigió hacia el local
de la municipalidad para presentarse ante el burgomaestre del lugar.
Luego de algunos días
don Luis Orijuela se instaló en una de las habitaciones del local municipal
empezó administrar justicia. Don Luis Orijuela caminaba por las estrechas
callejuelas portando su carabina Nº 32, marca Winchester. Cuando ya estaba
familiarizado con el lugar, en sus horas de ocio, se iba a las afueras del
pueblo y para probar puntería se entretenía disparando su carabina contra los
pajaritos.
Pronto el juez y el
gobernador se juntaron para realizar, de mutuo acuerdo, cualquier actividad
judicial. Los agrarios se dieron cuenta que la brutal amistad entre estas
autoridades no beneficiaba al pueblo. La injusticia empezó a caminar por estos
lares.
Cierto día, el
gobernador partió en su caballo a las alturas del pueblo, portando su arma de
fuego. Esa misma tarde retornó trayendo en el anca de su caballo un enorme
ciervo cornúpeto. Después de consumir la carne, junto con el juez, disecó la
cabeza
Del animal para después venderla. Esta
actividad de taxidermista empezó a rendirle frutos al gobernador, puesto que
las cabezas de cientos de estos cérvidos, que él las había disecado y vendido,
ocupaban lugares expectantes en los despachos y salas de recibo de
los funcionarios y en las residencias de la gente adinerada de Cusco
Apurímac.
La gente veía con
malos ojos al gobernador Luis Orijuela, al darse cuenta de esto, el Juez
Antonio Martínez disimuladamente se adaptó de él.
El gobernador,
después de examinar a los ciervos y venados de las alturas de Pampachiri,
cambió de rumbo, esta vez se dirigió hacia las orillas del rio Chincha con la
finalidad de pescar truchas. Al ver la cantidad de peces dijo para si: _acá
tengo otra mina. Luego de algunos días no solamente pescaba con anzuelo
sino que introdujo barbasco y dinamita
matando masivamente a los peces. Únicamente
recogía los más grandes para después salarlos. Luego de hacerlos secar
llevaba cantidades de carne de trucha, así trataba, al mercado de Andahuaylas.
Los labriegos del
lugar observaban con gran pena todo esto, veían cómo gran cantidad de alevinos
iban contaminando con su muerte el rio
Chincha y su ambiente circundante; pero no podían hacer nada, ni siquiera
enrostrar al depredador el daño que estaba causando. Le tenían miedo porque él poseía un arma y además
estaba muy bien protegido por las autoridades superiores. Sin embargo los
pampachirinos se ingeniaron una forma de protesta que no los ponía en peligro,
la cual consistía en no salir al encuentro del gobernador y tampoco acudir a su
despacho; pero una tarde, don Luis Orijuela _con algunas gotas de trago subidas
a su cabeza _ enfurecido montó su caballo, y disparó su arma contra las casas, mientras
vomitaba sandeces.
Orijuela,
aprovechando de su autoridad política, en pocos años había amasado una gran
fortuna expresada en sus propiedades en la capital de la provincia y en otras
ciudades.
En cierta ocasión,
partió hacia la laguna de Pampachiri, portando en su alforja dos galones de
kerosene. Al llegar a su destino bajo de su caballo, respiró aire fresco y
después buscó un monte que tuviera
keuñas y chachacomos secos; luego que encontró, roció los árboles con el
kerosene que había traído y les prendió fuego. Las llamas en un santiamén
comenzaron a tragarse todo el monte. Don Luis Orijuela contemplaba,
sádicamente, alegre, aquella hoguera que diezmaba no solamente los vegetales
sino los animales que habitan en el monte. El
denso humo, producido por el incendio, se apoderó de todas las montañas
circunvecinas. Los pampachirinos
lloraban porque el emporio de leña que tenían estaba siendo liquidado.
Después de algunos
meses don Luis Orijuela sembró papa en las orillas de la laguna y tierras
aledañas. Se había convertido en dueño
de estas tierras. Luego de otros meses más,
se fue más allá de la laguna de
pampachiri, siempre montado en su corcel brioso y portando su arma. Descubrió unas hermosas
pampas llenas de bosques rocosos; en
aquel lugar había gran cantidad de vicuñas y
alpacas, de colores vivos. El gobernador había encontrado otra mina. En
efecto planificó en primer lugar cazar a las vicuñas para trasquilarla puesto
que sabía que la lana de estos animales era la mejor del mundo, por lo que
tiene un alto precio en el mercado. Don Luis _después de contemplar un largo
rato_ decidió cazar unas cuantas vicuñas. Se posesionó detrás de una roca; pero,
se dio cuenta que estos animales eran tan mansos, que no necesitaba de tanta comodidad para disparar su carabina.
El gobernador por fin apretó el gatillo
del arma, pero súbitamente sintió un fuerte dolor en los dedos y en los ojos
y la visión se le opacó. ¿Qué había sucedido? Pues el
arma se había destrozado porque la bala había reventado dentro de la cacerina y
sus esquirlas habían dañado los ojos del cazador.
El gobernador, al
percibir que había sufrido la mutilación de sus dedos y para colmo había
quedado ciego, desesperado, recorrió la
zona pidiendo auxilio. Los huesos de don Luis Orijuela fueron hallados después
de algunos meses. La gente al enterarse de este hallazgo decía que esta mala
autoridad había encontrado esta muerte por castigo de los dioses andinos porque
había matado a los hijos de éstos: Tarukas (venados), truchas, vicuñas, keuñas
y chachakomos.

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