domingo, 27 de mayo de 2012


EL COJO Y LA CHANCHA
Por los encantos de una mujer wayllabambina muchos hombres han perdido la razón, han peleado públicamente,  han llegado al suicidio. Los ejemplos son difíciles de enumerar por numerosos.
¿Acaso sabrán  hechizar o embrujar a los hombres? Pero, quienes pelean o se suicidan no son naturales de Wayllabamba, son hombres de otros lugares. Si por casualidad un foráneo  ha  sido aceptado y cree ser dueño de una  wayllabambina  ¡Pobre de él! Será un esclavo más en el pueblo. Me dirán, ¿por qué? Sencillamente porque será sometido a la obediencia de los Diez Mandamientos de los sacolargos. Veamos cuales son:
Primero:            Adorar a su mujer sobre todas las cosas.
Segundo:           Venerar a sus suegros  y cuñados.
Tercero:             Cocinar todos los días.
Cuarto:               Cuidar de los hijos.
Quinto:              Lavar la ropa de la mujer.
Sexto:                  Tender la cama y limpiar la casa todas las mañanas.
Séptimo:             Dejarse pegar por la mujer cuando ella se encuentre iracunda.
Octavo:               Pedir autorización a su mujer para tomarse un trago.
Noveno:             Aceptar sin dudas ni murmuraciones las ordenes de su mujer.
Decimo:                Rendir cuentas antes de dormir.
Pero ¿Qué pasa realmente  con estos hombres?  ¿Acaso pierden la personalidad? Llegan al extremo que nunca vuelven a sus tierras natales, olvidándose definitivamente de sus seres queridos. En Wayllabamba la mujer se dedica al negocio y el  hombre a la agricultura y asi prosperan en poco tiempo. Si el marido es chofer, la mujer es su copiloto. De allí el siguiente episodio ocurrido a Abel: Una buena mañana fue tentado a   tomarse unos tragos, en Kalka, con una amistad, lo que no le  gusto a su mujer que colérica se quedó  esperando en la caseta. Mas, como Abel no retornó a la hora acordada, ella tomó el volante y  regresó conduciendo  hasta Wayllabamba. El pobre marido, sin dinero en el bolsillo, tuvo que regresar a pie hasta la casa familiar.
Toda regla, claro, tiene su excepción. Para estos foráneos resulta un vivo ejemplo la conducta del viejito Manuel Terrazas, quien después de casarse con una guapa mujer, gorda y blanquiñosa, aún mantiene en su hogar armonía y equilibrio.
Lo terrible es que este mal de los sacolargos es contagioso y muchos wayllabmbinos ya lo vienen sufriendo. Los hombres que viven frente a la avenida El Sol, a orillas del Vilcanota, ya casi todos lo son. Lo que resulta una ventaja: cuando sus mujeres les pegan, se consuelan entre ellos.
Sin embargo, Wayllabamba es testigo de históricos casos amorosos. Una de esas noches el viejo Isaías, el Tili Manuel Gil, el bandido Zorro Umeres, el tonguido  Crisóstomo  Olivera y otros más, fueron a la puerta de la casa de la viuda de Tiburcio Rojas para darle serenata, tanto a ella como a sus bonitas hijas. El guitarrista Zorro Umeres  apoya fuertemente sus espaldas en dicha puerta para ganar comodidad y poder hacer hablar a su sonora compañera. La luna, clara y hermosa, acarreaba con la blanca luz, a los románticos. Los coristas empezaron a cantar un wayno del lar:
``A la puerta de tu casa
He venido
Linda palomita
Solamente por quererte
Linda palomita’’.
Cuando terminaban de entonar la primera estrofa, súbitamente, se abrió desde dentro la puerta en que se apoyaba el Zorro, y el guitarrista cayó de espaldas al zaguán oscuro de la casa de la viuda. Sin pérdida de tiempo unas manos femeninas, las de la viuda y sus hijas, se prendieron de los cabellos rubios del desgraciado y lo arrastraron a golpes hasta el centro del patio: ¡las homenajeadas estaban hartas de serenatas  que no las dejaban dormir  todas las noches!  Para el colmo los demás habían desaparecido como obra de encanto. Pero todo no fue tan mal, la viuda reconoció al Zorro hijo de su padrino don Felipe, quien lo había casado con su difunto esposo. Las mujeres azoradas, no sabían qué hacer para quitar los golpes dados al padrino menor o para devolverle la guitarra que había quebrado sobre su cabeza.
Wayllabamba, es un pueblo contradictorio en amoríos. Hay mujeres hermosas, con muchos pretendientes, que han preferido quedarse solteras hasta el fin de sus días. Hay hombres solterones que viven para el recuerdo de un amor que dejaron pasar. Y hay otros que afanan de  empedernidos  enamorados. Como es el caso del cojo Alejandro,  un enamoradizo hasta la médula. Aunque, a  este hombre,  ninguna mujer le hiso caso  por un solo defecto: era cojo. Pero tenía un corazón ardiente, un sentimiento  incólume. Era un hombre  que se moría por el amor de una mujer. Por ello, en  sus horas de ocio, se dedicaba a crear piropos y a escribir  cartas amorosas. Ganaba la confianza de los perros, de las muchachas  solteras, con panes y otros alimentos, llevándolos hasta su casa, donde amarraba su carta declaratoria  con una pita a su cuello y luego lo devolvía a la calle como el mensajero de su amor. Sabía él que la carta llegaría a su destino: las manos de su dulcinea.
El cojo Alejandro tenía esquinas preferidas, baluartes de sus sentimientos, desde donde echaba al viento y a las muchachas piropos. Tenia uno para cada ocasión. Cierta mañana estaba posesionando de la esquina del mercado,  desde donde diviso a una mujer algo baja, gruesa y simpática,  que hacia su mercado.  Se  frotó  las manos y espero impaciente  tan ingrata oportunidad. Más, la mujer había percibido sus intenciones y sin esperar palabra lo enfrentó iracunda.
El cojo esperó  que avanzara unos pasos y cargados de gracia y a voz en cuello dijo:
_¡Ay carajo! A esta  si la haría parir de cinco en cinco.
La mujer, sintiendo la mirada y burla de medio Wayllabamba,  encendió su genio y hecha una furia se lanzó encima del atrevido. Pero él, completamente sereno, señalando a una chancha que salía del mercado, le retrucó:
_¡Carajo! , ¿acaso te estoy diciendo a ti? Me estoy refiriendo a esa chancha.
La gente que estaba escuchando celebró la ocurrencia a carcajadas mientras él seguía mirando a la mujer con deseos.

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