EL COJO Y LA CHANCHA
Por los encantos de una mujer wayllabambina muchos hombres
han perdido la razón, han peleado públicamente,
han llegado al suicidio. Los ejemplos son difíciles de enumerar por
numerosos.
¿Acaso sabrán
hechizar o embrujar a los hombres? Pero, quienes pelean o se suicidan no
son naturales de Wayllabamba, son hombres de otros lugares. Si por casualidad
un foráneo ha sido aceptado y cree ser dueño de una wayllabambina
¡Pobre de él! Será un esclavo más en el pueblo. Me dirán, ¿por qué?
Sencillamente porque será sometido a la obediencia de los Diez Mandamientos de
los sacolargos. Veamos cuales son:
Primero:
Adorar a su mujer sobre todas las cosas.
Segundo:
Venerar a sus suegros y cuñados.
Tercero: Cocinar
todos los días.
Cuarto: Cuidar
de los hijos.
Quinto:
Lavar la ropa de la mujer.
Sexto:
Tender la cama y limpiar la casa todas las mañanas.
Séptimo:
Dejarse pegar por la mujer cuando ella se encuentre iracunda.
Octavo:
Pedir autorización a su mujer para tomarse un trago.
Noveno:
Aceptar sin dudas ni murmuraciones las ordenes de su mujer.
Decimo:
Rendir cuentas antes de dormir.
Pero ¿Qué pasa realmente
con estos hombres? ¿Acaso pierden
la personalidad? Llegan al extremo que nunca vuelven a sus tierras natales,
olvidándose definitivamente de sus seres queridos. En Wayllabamba la mujer se
dedica al negocio y el hombre a la agricultura
y asi prosperan en poco tiempo. Si el marido es chofer, la mujer es su
copiloto. De allí el siguiente episodio ocurrido a Abel: Una buena mañana fue
tentado a tomarse unos tragos, en
Kalka, con una amistad, lo que no le
gusto a su mujer que colérica se quedó
esperando en la caseta. Mas, como Abel no retornó a la hora acordada,
ella tomó el volante y regresó
conduciendo hasta Wayllabamba. El pobre
marido, sin dinero en el bolsillo, tuvo que regresar a pie hasta la casa
familiar.
Toda regla, claro, tiene su excepción. Para estos foráneos
resulta un vivo ejemplo la conducta del viejito Manuel Terrazas, quien después
de casarse con una guapa mujer, gorda y blanquiñosa, aún mantiene en su hogar
armonía y equilibrio.
Lo terrible es que este mal de los sacolargos es contagioso
y muchos wayllabmbinos ya lo vienen sufriendo. Los hombres que viven frente a
la avenida El Sol, a orillas del Vilcanota, ya casi todos lo son. Lo que
resulta una ventaja: cuando sus mujeres les pegan, se consuelan entre ellos.
Sin embargo, Wayllabamba es testigo de históricos casos
amorosos. Una de esas noches el viejo Isaías, el Tili Manuel Gil, el bandido
Zorro Umeres, el tonguido Crisóstomo Olivera y otros más, fueron a la puerta de la
casa de la viuda de Tiburcio Rojas para darle serenata, tanto a ella como a sus
bonitas hijas. El guitarrista Zorro Umeres
apoya fuertemente sus espaldas en dicha puerta para ganar comodidad y
poder hacer hablar a su sonora compañera. La luna, clara y hermosa, acarreaba
con la blanca luz, a los románticos. Los coristas empezaron a cantar un wayno
del lar:
``A la puerta de tu casa
He venido
Linda palomita
Solamente por quererte
Linda palomita’’.
Cuando terminaban de entonar la primera estrofa,
súbitamente, se abrió desde dentro la puerta en que se apoyaba el Zorro, y el
guitarrista cayó de espaldas al zaguán oscuro de la casa de la viuda. Sin pérdida
de tiempo unas manos femeninas, las de la viuda y sus hijas, se prendieron de
los cabellos rubios del desgraciado y lo arrastraron a golpes hasta el centro
del patio: ¡las homenajeadas estaban hartas de serenatas que no las dejaban dormir todas las noches! Para el colmo los demás habían desaparecido
como obra de encanto. Pero todo no fue tan mal, la viuda reconoció al Zorro
hijo de su padrino don Felipe, quien lo había casado con su difunto esposo. Las
mujeres azoradas, no sabían qué hacer para quitar los golpes dados al padrino
menor o para devolverle la guitarra que había quebrado sobre su cabeza.
Wayllabamba, es un pueblo contradictorio en amoríos. Hay
mujeres hermosas, con muchos pretendientes, que han preferido quedarse solteras
hasta el fin de sus días. Hay hombres solterones que viven para el recuerdo de
un amor que dejaron pasar. Y hay otros que afanan de empedernidos
enamorados. Como es el caso del cojo Alejandro, un enamoradizo hasta la médula. Aunque,
a este hombre, ninguna mujer le hiso caso por un solo defecto: era cojo. Pero tenía un
corazón ardiente, un sentimiento
incólume. Era un hombre que se moría
por el amor de una mujer. Por ello, en
sus horas de ocio, se dedicaba a crear piropos y a escribir cartas amorosas. Ganaba la confianza de los
perros, de las muchachas solteras, con
panes y otros alimentos, llevándolos hasta su casa, donde amarraba su carta
declaratoria con una pita a su cuello y
luego lo devolvía a la calle como el mensajero de su amor. Sabía él que la
carta llegaría a su destino: las manos de su dulcinea.
El cojo Alejandro tenía esquinas preferidas, baluartes de
sus sentimientos, desde donde echaba al viento y a las muchachas piropos. Tenia
uno para cada ocasión. Cierta mañana estaba posesionando de la esquina del
mercado, desde donde diviso a una mujer
algo baja, gruesa y simpática, que hacia
su mercado. Se frotó
las manos y espero impaciente tan
ingrata oportunidad. Más, la mujer había percibido sus intenciones y sin
esperar palabra lo enfrentó iracunda.
El cojo esperó que
avanzara unos pasos y cargados de gracia y a voz en cuello dijo:
_¡Ay carajo! A esta
si la haría parir de cinco en cinco.
La mujer, sintiendo la mirada y burla de medio
Wayllabamba, encendió su genio y hecha
una furia se lanzó encima del atrevido. Pero él, completamente sereno,
señalando a una chancha que salía del mercado, le retrucó:
_¡Carajo! , ¿acaso te estoy diciendo a ti? Me estoy
refiriendo a esa chancha.
La gente que estaba escuchando celebró la ocurrencia a
carcajadas mientras él seguía mirando a la mujer con deseos.

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