EL BAUTIZO
Un día del mes de enero, el dueño de la hacienda Pampakawana
amaneció muy malhumorado porque durante toda la santa noche, su mujer,
doña Lucrecia Sierralta, le había metido un reverendo lio a causa que toda su escalera de hijos no
estaban bautizados.
El afincado, en varias oportunidades había intentado
bautizar a sus queridos vástagos, pero su orgullo no le permitía hacerlo con
las autoridades de Ollantaytambo, Urubamba o Cusco, pues, para él, esto era simplemente
humillarse ante ellos.
Pese a su orgullo, don Manuel Astete era un hombre sumamente
religioso. Jamás faltaba a las fiestas
de guardar en Ollantaytambo o Urubamba; donde solía asistir en calidad
de padrino a toda clase de bautismos,
confirmaciones y matrimonios. Pero siempre, para demostrar su poder económico,
compraba cantinas enteras para invitar a las
autoridades a beber.
Las feraces tierras de don Miguel estaban muy bien
trabajadas. Cuando necesitaba gente para los sembríos y el aporque de maíz y papas, solía traer gente de las lejanas comunidades de pallata o
Willoq,a quienes hacían trabajar gratuitamente, solo compensándolos con abundante comida y chicha.
Tanto había sido el
lio que la señora Lucrecia metió a su marido que éste, por fin, accedió a
bautizarlos, pero con una sola condición: solo habría un padrino. Pero ¿Quién
podía ser? La señora Lucrecia difícilmente iba a aceptar la proposición de su marido. Pues consideraba
que esto era sobajarse no solo ella,
sino también su alta alcurnia.
Pero, don Miguel había planificado cuidadosamente como
plantear el problema. Lo haría el día
del cumpleaños de su esposa, cuando
estuvieran entre pisco y nazca y en el momento del amor. Don Miguel
conocía muy bien de que pie cojeaba su señora.
La hacienda Pampakawana
está ubicada al pie del legendario nevado Salkantay, mirando hacia el santuario de Machupiqchu.
El cura y todos los
preparativos no eran problemas para don
Miguel.
Por fin llegó el día del bautizo. La ceremonia se realizó en
la casona de la hacienda, oficiando el
cura Nemesio Zúñiga Carzola. Sólo
asistieron los bautizados, sus padres y
el padrino. Dos cocineras de confianza,
asistidas por dos pongos, se ocuparon de los servicios.
Don Leucadio, el padrino,
pasó un día negro, incómodo al
estar sentado en medio del cura, sus compadres y sus ahijados: Lucho, Mike, Bety, Beto y Jhon. El
padrino nunca había estado
en compañía de tan distinguidas
personalidades.
De puro nervios, al padrino le sudaba la punta de la nariz y
las manos y no podía ni siquiera
engullir un bocado de pavo de lo incómodo que se sentía.
Después del banquete, el cura entregó a cada niño una estampita como recuerdo. Este hecho puso más nervioso
a don Leucadio, porque no había traído nada para regalar a sus ahijados, pues ¿
de dónde iba a sacar para regalarlos, si
él vivía
con las justas?.
Concluido el banquete, se vino el momento de brindar con
vino y cerveza. La señora Lucrecia, muy alegre, fue la primera en brindar con
el padrino de sus hijos. Leucadio, para tesar los nervios, comenzó a beber, no
solamente con la señora Lucrecia, sino también con don Miguel y con el cura.
Doña Lucrecia se encontraba muy feliz pues consideraba que, de alguna manera,
había sacado a sus adorados hijos de las
garras de Satán.
La jarana continúo. La señora le pidió a su marido que sacara la vitrola
para bailar unos viejos recuerdos. Las cocineras empezaron a traer los
agradables potajes. Don Leucadio, que en un primer momento no había podido
trinchar ni un pedazo de carne ahora, animado por los tragos, empezó a agarrar
las grandes presas de carne asada y las disfrutó opíparamente.
¿Cómo don Miguel
consiguió a don Leucadio de padrino para sus hijos?
Tanta había sido la presión que le hizo a su esposo la
señora Lucrecia, que don Miguel empezó a formular una serie de elucubraciones y
al final, se dijo:
-El Domingo voy a salir de la casa hacienda y pasearé por
mis tierras y al primer hombre que encuentre lo haré padrino de mis hijos.
Cuando don Leucadio escuchó la proposición que le hizo don
Miguel, se negó rotundamente a aceptar el compromiso pero, obligado por la
insistencia de su patrón, tuvo que
aceptarlo, fuera de toda costumbre… sí don Leucadio vivía en una choza
solitaria en una de las laderas del
gigante Salkantay.
Después de la reverenda jarana y su corcova, don Leucadio se
retiraba hacia su bohío, incómodo, con pesares y remordimientos porque su
pobreza no había permitido obsequiarles algo a sus ahijaditos.
Cierto día de febrero, don Leucadio se apareció en la puerta
de la casa hacienda de don Miguel Astete. Llevaba una pesada carga sobre sus
espaldas. El pongo de la hacienda lo recibió con mucho respeto y corrió por el
laberinto de la casa en busca de don Miguel.
El afincado no tardó mucho tiempo en recibir a su compadre. Después de saludarse, lo invitó
a pasar a su sala de recibo. Cuando
llegaron a la lujosa habitación, don Leucadio le solicitó a su compadre que le
ayudara a bajar la pesada carga que
traía a su espalda. Después de bajarla,
don Leucadio le solicito a su compadre para que llamara a doña Lucrecia y a sus
queridos ahijaditos. Don Miguel salió en busca de su esposa e hijos y les dijo:
-¿Qué cosa tan pesada habrá traído en su carga el indio
Leucadio? Vamos que nos está esperando.
-Está bien, dijo la señora Lucrecia y de inmediato, seguida
de sus hijos, partió a la sala de recepción.
En cuanto don Leucadio
vio a la señora Lucrecia y a sus
hijos, se le ató la lengua para
saludar a sus parientes espirituales. Sin hablar mucho comenzó a
desatar su carga. Don Miguel dijo para si:
-¿Qué adefesios habrá traído este indio para mis hijos?
De pronto, cuando se destapó la última manta, diviso cinco mazorcas de choclo, de oro macizo. Don
Miguel abrió tamaños ojazos y la emoción hizo que se trabara la lengua. Don
Leucadio agarró la primera
mazorca y le entregó a su
ahijadito Lucho, diciendo:
-Niño lindo, te he traído este choclito para que juegues.
De igual manera hizo con cada uno de los niños, entregándole
uno a uno y con el mismo lenguaje. Don Miguel no se aguantó el genio y de
inmediato fue al depósito de víveres y sacó
una damajuana de vino para brindar con su compadre.
La señora Lucrecia Sierralta
también estaba sorprendida que su
compadre le hubiera traído tal riqueza y
ella misma fue a la cocina, ordenando a la servidumbre que degüellen un torete para festejar el acontecimiento.
Nuevamente la hacienda
estaba de regocijo. Don Miguel y su compadre, de igual a igual,
empezaron a beber vino y cerveza.
Pero al cerebro de don Miguel
se le metió como un clavo la pregunta ¿de dónde ha sacado Leucadio semejante
riqueza?
Cuando el sol ingresaba al ocaso. Don Miguel, totalmente
embriagado, abrazando a don Leucadio le
dijo:
-Compadre, dígame sin mentir, sólo la verdad ¿de dónde ha sacado tan hermosas mazorcas de maíz?
-Hay, compadre…..Esto
es poca cosa…..Yo conozco un
troje de este maíz.
-Pero, compadre… ¿dónde?
- Preguntó don Miguel con los
ojos sedientos de riqueza.
-Allí, arriba nomás, compadre –dijo don Leucadio.
-Compadre Leucadio, ¿podrías hacerme conocer?
-Como no compadre. A más de ello, hay otras cosas compadre.
-¿Qué cosas compadre?
-Los trece emperadores inkas, tallados en oro macizo, compadre- respondió don Leucadio.
-¿Los trece emperadores inkas, tallados en oro macizo?-
preguntó sorprendido don Miguel.
-Así es, señor compadre- respondió Leucadio.
Don Miguel se imaginó de inmediato que Leucadio conocía el lugar donde están guardados los
emperadores en estatuas de oro macizo, que habían sido ocultadas durante la conquista española.
-Compadre… ¿podrías llevarme?
-Por supuesto, señor compadre. Si lo desea mañana mismos.
-Gracias, compadre, Mañana mismo viajaremos. Pero, compadre
Leucadio, cuidado que mañana cambies de
opinión, a mi me gustan los hombres que hablan una sola vez.
-Por supuesto compadre. Si quiere le doy mi mano como palabra de honor.
-Bien, compadre. Trato hecho.
Los dos compadres, después de sellar el trato, seguían
bebiendo.
Al día siguiente, muy de madrugada, don Miguel se levantó de
la cama nupcial, con dolores de
cabeza producto de la borrachera del día
anterior. Seguidamente se fue a la
cocina para ordenar a su servidumbre que
le preparara un fiambre para todo el día de viaje.
Después de desayunar
un churrasco y una taza de té, don Miguel y don Leucadio, montados en los
mejores caballos de la hacienda, partieron en dirección a las alturas del Salkantay.
El sol ya amenazaba con salir de su escondite, los
corceles sudaban y jadeaban y don
Miguel cabalgaba contentísimo
tras don Leucadio. Después de avanzar muchos pasos hacia la subida de la
montaña Salkantay, don Miguel le preguntó
a don Leucadio:
-¿Dónde ha encontrado esas hermosas mazorcas de maíz, compadre?
Don Leucadio tensó la
brida del caballo y bajo el ritmo de la caminata para dar respuesta a don Miguel.
-Señor compadre, allá, en la punta de ese cerro señalando la
montaña Salkantay se encuentran una
habitación gigante debajo de la tierra, cerca de una laguna. Allí están
las trojes de mazorcas de maíz
-Pero, compadre ¿sólo
hay mazorcas de maíz?
-No compadre, fuera de las estatuas de los trece
emperadores, también hay pescados de oro
-Y ¿cómo están los trece emperadores?
-Bañados en
excrementos de cóndores
-Compadre, ¿hay entonces cantidad de cóndores?
-Así es, compadre.
Don Miguel recién se
acordó que no había traído su
carabina para cazar cóndores,
pero ya era tarde. Por fin,
después de un largo viaje, llegaron al bohío de don Leucadio, en cuyo
lugar descansaron unos momentos.
Después de atar las
cabalgaduras en unos pastizales,
comenzaron a escalar, a pie, hacia la cumbre de la gigantesca montaña
Salkantay.
En la altura silbaba el viento. Se respiraba otro sabor de aire, los
arbustos iban quedándose atrás, habían ingresado a una zona donde solo crecía paja y nevaba. El camino había
desaparecido, a excepción de
algunas huellas. Los viajeros continuaron escalando paso a paso. De pronto el cielo se llenó de gran cantidad de nubes
oscuras y cargadas, Don Leucadio habló:
-Señor compadre, parece que va a llover.
-No importa,
compadre, ¡sigamos adelante!
Don Leucadio cargaba
el fiambre, mientras que don Miguel
con las justas arrastraba su cuerpo.
Le faltaba aire en sus pulmones pero,
respirando profundamente, seguían
escalando; Primero estaba la riqueza
en su mente, pues se le había metido
profundamente la idea de ser
el rico más grande del mundo.
De pronto empezó a garuar luego, en el cielo, se escuchó un
trueno feroz y comenzó a caer granizada. Los
expedicionarios seguían
soportando estoicamente los rigores de la naturaleza. No podían dar un paso, ni adelante ni atrás, por
que la tempestad no les permitía
movilizarse. La montaña se cubrió de una capa de blanco granizó, luego comenzó a nevar.
El dueño de la extensa hacienda Pampakawana no podía hacer nada en aquel lugar solitario. El frío glacial empezó a afectarles y era imposible continuar con el viaje por que no había sitio seguro para pisar. Entonces don Miguel
tomó la decisión de retornar a su finca. Cuando los dos expedicionarios dieron los primeros
pasos de vuelta, apareció una bandada de
cóndores que voló en dirección a ellos. Los
aventureros no tenían como defenderse
del ataque de las gigantescas
aves andinas. Cada uno recibió un fuerte aletazo que bastó para precipitarlos hacia las
profundidades de la montaña.
Hoy, el majestuoso y
legendario Salkantay sigue guardando en sus entrañas la réplica de los trece emperadores inkas,
talladas en oro macizo.
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