domingo, 20 de mayo de 2012


EL BAUTIZO

Un día del mes de enero, el dueño de la hacienda Pampakawana amaneció  muy malhumorado  porque durante toda la santa noche, su mujer, doña Lucrecia Sierralta, le había metido un reverendo lio  a causa que toda su escalera de hijos no estaban bautizados.
El afincado, en varias oportunidades había intentado bautizar a sus queridos vástagos, pero su orgullo no le permitía hacerlo con las autoridades de Ollantaytambo, Urubamba o Cusco, pues, para él, esto era simplemente humillarse ante ellos.
Pese a su orgullo, don Manuel Astete era un hombre sumamente religioso. Jamás faltaba a las fiestas  de guardar en Ollantaytambo o Urubamba; donde solía asistir en calidad de padrino a toda  clase de bautismos, confirmaciones y matrimonios. Pero siempre, para demostrar su poder económico, compraba cantinas enteras para invitar a las  autoridades a beber.
Las feraces tierras de don Miguel estaban muy bien trabajadas. Cuando necesitaba gente para los sembríos y el aporque de maíz  y papas, solía traer  gente de las lejanas comunidades de pallata o Willoq,a quienes hacían trabajar gratuitamente, solo compensándolos  con abundante comida y chicha.
Tanto  había sido el lio que la señora Lucrecia metió a su marido que éste, por fin, accedió a bautizarlos, pero con una sola condición: solo habría un padrino. Pero ¿Quién podía ser? La señora Lucrecia difícilmente iba a aceptar  la proposición de su marido. Pues consideraba que esto era  sobajarse no solo ella, sino también su alta alcurnia.
Pero, don Miguel había planificado cuidadosamente como plantear  el problema. Lo haría el día del cumpleaños  de su esposa, cuando estuvieran entre pisco y nazca y en el momento del amor. Don Miguel conocía  muy bien de que pie cojeaba  su señora.
La hacienda Pampakawana  está  ubicada  al pie del legendario  nevado Salkantay, mirando hacia el santuario  de Machupiqchu.
El cura  y todos los preparativos  no eran problemas para don Miguel.
Por fin llegó el día del bautizo. La ceremonia se realizó en la casona  de la hacienda, oficiando el cura  Nemesio Zúñiga Carzola. Sólo asistieron  los bautizados, sus padres y el padrino. Dos cocineras  de confianza, asistidas por dos pongos, se ocuparon de los servicios.
Don Leucadio, el padrino,  pasó un día negro, incómodo al  estar sentado en medio del cura, sus compadres y sus  ahijados: Lucho, Mike, Bety, Beto y Jhon. El padrino nunca  había  estado  en compañía  de tan distinguidas personalidades.
De puro nervios, al padrino le sudaba la punta de la nariz y las manos  y no podía ni siquiera engullir  un bocado  de pavo de lo incómodo que se sentía.
Después del banquete, el cura entregó a cada niño una  estampita como recuerdo. Este hecho puso  más  nervioso a don Leucadio, porque no había traído nada para regalar a sus ahijados, pues ¿ de dónde  iba a sacar para regalarlos, si él  vivía  con las justas?.
Concluido el banquete, se vino el momento de brindar con vino y cerveza. La señora Lucrecia, muy alegre, fue la primera en brindar con el padrino de sus hijos. Leucadio, para tesar los nervios, comenzó a beber, no solamente con la señora Lucrecia, sino también con don Miguel y con el cura. Doña Lucrecia se encontraba muy feliz pues consideraba que, de alguna manera, había sacado  a sus adorados hijos de las garras de Satán.
La jarana continúo. La señora  le pidió a su marido que sacara la vitrola para bailar unos viejos recuerdos. Las cocineras empezaron a traer los agradables potajes. Don Leucadio, que en un primer momento no había podido trinchar ni un pedazo de carne ahora, animado por los tragos, empezó a agarrar las grandes presas de carne asada y las disfrutó opíparamente.
 ¿Cómo don Miguel consiguió a don Leucadio de padrino para sus hijos?
Tanta había sido la presión que le hizo a su esposo la señora Lucrecia, que don Miguel empezó a formular una serie de elucubraciones y al final, se dijo:
-El Domingo voy a salir de la casa hacienda y pasearé por mis tierras y al primer hombre que encuentre lo haré padrino de mis hijos.
Cuando don Leucadio escuchó la proposición que le hizo don Miguel, se negó rotundamente a aceptar el compromiso pero, obligado por la insistencia  de su patrón, tuvo que aceptarlo, fuera de toda costumbre… sí don Leucadio vivía en una choza solitaria  en una de las laderas del gigante Salkantay.
Después de la reverenda jarana y su corcova, don Leucadio se retiraba hacia su bohío, incómodo, con pesares y remordimientos porque su pobreza no había permitido obsequiarles algo a sus ahijaditos.
Cierto día de febrero, don Leucadio se apareció en la puerta de la casa hacienda de don Miguel Astete. Llevaba una pesada carga sobre sus espaldas. El pongo de la hacienda lo recibió con mucho respeto y corrió por el laberinto de la casa en busca de don Miguel.
El afincado no tardó mucho tiempo en recibir  a su compadre. Después de saludarse, lo invitó a pasar a su sala  de recibo. Cuando llegaron a la lujosa habitación, don Leucadio le solicitó a su compadre que le ayudara a bajar la pesada carga  que traía  a su espalda. Después de bajarla, don Leucadio le solicito a su compadre para que llamara a doña Lucrecia y a sus queridos ahijaditos. Don Miguel salió en busca de su esposa e hijos y les dijo:
-¿Qué cosa tan pesada habrá traído en su carga el indio Leucadio? Vamos que nos está esperando.
-Está bien, dijo la señora Lucrecia y de inmediato, seguida de sus hijos, partió a la sala de recepción.
En cuanto don Leucadio  vio a la señora  Lucrecia y a sus hijos, se le ató la lengua  para saludar  a sus parientes  espirituales. Sin hablar mucho comenzó a desatar su carga. Don Miguel dijo para si:
-¿Qué  adefesios  habrá traído este indio para mis hijos?
De pronto, cuando se destapó la última manta, diviso  cinco mazorcas de choclo, de oro macizo. Don Miguel abrió tamaños ojazos y la emoción hizo que se trabara la lengua. Don Leucadio  agarró  la primera  mazorca y le entregó a su  ahijadito  Lucho, diciendo:
-Niño lindo, te he traído este choclito  para que juegues.
De igual manera hizo con cada uno de los niños, entregándole uno a uno y con el mismo lenguaje. Don Miguel no se aguantó el genio y de inmediato fue al depósito de víveres y  sacó una damajuana de vino para brindar con su compadre.
La señora Lucrecia Sierralta  también estaba sorprendida  que su compadre  le hubiera traído tal riqueza y ella misma fue a la cocina, ordenando a la servidumbre  que degüellen un  torete para festejar el acontecimiento.
Nuevamente la hacienda  estaba de regocijo. Don Miguel y su compadre, de igual a igual, empezaron a beber vino  y cerveza. Pero  al cerebro de don  Miguel  se le metió como un clavo la pregunta ¿de dónde ha sacado Leucadio  semejante  riqueza?
Cuando el sol ingresaba al ocaso. Don Miguel, totalmente embriagado, abrazando a don Leucadio  le dijo:
-Compadre, dígame sin mentir, sólo la verdad  ¿de dónde ha sacado  tan hermosas mazorcas de maíz?
-Hay, compadre…..Esto  es poca cosa…..Yo conozco  un troje de este maíz.
-Pero, compadre… ¿dónde?  - Preguntó don Miguel  con los ojos sedientos  de riqueza.
-Allí, arriba nomás, compadre –dijo don Leucadio.
-Compadre Leucadio, ¿podrías hacerme conocer?
-Como no compadre. A más de ello, hay otras cosas compadre.
-¿Qué  cosas compadre?
-Los trece emperadores inkas, tallados en oro  macizo, compadre- respondió  don Leucadio.
-¿Los trece emperadores inkas, tallados en oro macizo?- preguntó sorprendido don Miguel.
-Así es, señor compadre- respondió Leucadio.
Don Miguel se imaginó de inmediato que Leucadio conocía  el lugar donde están guardados los emperadores en estatuas de oro macizo, que habían sido ocultadas  durante la conquista española.
-Compadre… ¿podrías llevarme?
-Por supuesto, señor compadre. Si lo desea mañana mismos.
-Gracias, compadre, Mañana mismo viajaremos. Pero, compadre Leucadio, cuidado que mañana  cambies de opinión, a mi me gustan los hombres que hablan una sola vez.
-Por supuesto compadre. Si quiere  le doy mi mano  como palabra de honor.
-Bien, compadre. Trato hecho.
Los dos compadres, después de sellar el trato, seguían bebiendo.
Al día siguiente, muy de madrugada, don Miguel se levantó de la cama  nupcial, con dolores de cabeza  producto de la borrachera del día anterior. Seguidamente  se fue a la cocina  para ordenar a su servidumbre que le preparara un fiambre para todo el día de viaje.
Después  de desayunar un churrasco y una taza de té, don Miguel y don Leucadio, montados en los mejores caballos de la hacienda, partieron en dirección a las alturas  del Salkantay. 
El sol ya amenazaba con salir de su escondite, los corceles  sudaban y jadeaban y don Miguel  cabalgaba  contentísimo  tras don Leucadio. Después de avanzar muchos pasos hacia la subida de la montaña Salkantay, don Miguel le preguntó  a don Leucadio:
-¿Dónde ha encontrado esas hermosas mazorcas  de maíz, compadre?
Don Leucadio  tensó la brida  del caballo  y bajo el ritmo de la caminata  para dar respuesta a don Miguel.
-Señor compadre, allá, en la punta de ese cerro señalando la montaña Salkantay  se encuentran una habitación  gigante  debajo de la tierra, cerca  de una laguna. Allí  están  las trojes de mazorcas de maíz
-Pero, compadre ¿sólo  hay mazorcas de maíz?
-No compadre, fuera de las estatuas  de los trece  emperadores, también hay pescados de oro
-Y ¿cómo  están  los trece emperadores?
-Bañados  en excrementos de cóndores
-Compadre, ¿hay entonces cantidad de cóndores?
-Así es, compadre.
Don Miguel  recién se acordó  que no había traído su carabina  para cazar  cóndores,  pero ya era  tarde. Por fin, después de un largo  viaje, llegaron  al bohío de don Leucadio,  en cuyo  lugar descansaron unos momentos.  Después de atar  las cabalgaduras  en unos pastizales, comenzaron a escalar, a pie, hacia la cumbre de la gigantesca montaña Salkantay.
En la altura silbaba el viento. Se  respiraba otro sabor de aire, los arbustos  iban  quedándose atrás, habían  ingresado a una zona donde solo crecía paja  y nevaba. El camino  había  desaparecido, a excepción  de algunas huellas. Los viajeros continuaron escalando paso a paso. De pronto  el cielo se llenó de gran cantidad de nubes oscuras y cargadas, Don Leucadio habló:
-Señor compadre, parece que va a llover.
-No  importa, compadre, ¡sigamos adelante!
Don Leucadio cargaba  el fiambre, mientras que don Miguel  con las justas  arrastraba su cuerpo. Le faltaba aire  en sus pulmones pero, respirando profundamente, seguían  escalando; Primero estaba la riqueza  en su mente, pues se le había metido  profundamente  la idea  de ser  el rico más grande del mundo.
De pronto empezó a garuar luego, en el cielo, se escuchó un trueno feroz y comenzó a caer granizada. Los  expedicionarios  seguían soportando estoicamente los rigores de la naturaleza. No  podían dar un paso, ni adelante ni atrás, por que la tempestad  no les permitía movilizarse. La montaña  se cubrió  de una capa de blanco  granizó, luego comenzó a nevar.
El dueño de la extensa hacienda  Pampakawana no podía  hacer nada en aquel lugar  solitario. El frío glacial  empezó a afectarles  y era imposible  continuar con el viaje por que no  había sitio seguro  para pisar. Entonces  don Miguel  tomó la decisión  de retornar  a su finca. Cuando los dos  expedicionarios dieron los primeros pasos  de vuelta, apareció una bandada de cóndores que voló en dirección a ellos. Los  aventureros no tenían como defenderse  del ataque de las gigantescas  aves andinas. Cada uno recibió un fuerte aletazo  que bastó para precipitarlos hacia las profundidades  de la montaña.
Hoy, el majestuoso  y legendario Salkantay sigue guardando en sus entrañas  la réplica de los trece emperadores inkas, talladas en oro macizo.                     

No hay comentarios:

Publicar un comentario