SIMÓN CONCHOY Y LA
CHICHA
Cuando
llegaba la fiesta de siembre de los maíces gigantescas, el campo se llenaba de
alegría. Simón Conchoy era el hombre más
solicitado y estimado por los chacareros pues él, desde la salida del Sol hasta
su retirada del firmamento, conducía la
yugada de ganado como el mejor gañán de toda la zona. Su trabajo lo hacia con
gran maestría abriendo los surcos o composturas tanto en los lugares planos
como en las pendientes. La gente iba tras él soltando la semilla y el guano. Al
final, otro gañán cerraba los surcos con una ristra de tosca madera.
Al
concluir el trabajo del campo, todos se
reunieron para comer. Simón Conchoy se sentó en el lugar más destacado y lo
atendieron con la mejor merienda: un cuy entero, incluyendo la cabeza como se trata a los jefes o Kollanas. Todos los asistentes comían la rica merienda que se
servía en la ocasión, que luego era refrescada con grandes vasos repletos de
chicha amarilla.
En medio de
la reunión Simón se puso a cantar:
Wiracocha,
señor labrador
Labrando
Con tu reja
de oro
Con tu arado
de plata
Las tres
rapanas robustas
Los hermosos
surcos
Para
depositar la semilla de oro
Para
depositar la semilla de plata.
D e un terreno
cercano, un grupo de campesinos contestó cantando y la fiesta de la
siembra se generalizó.
Después de
realizar las labores de la siembra, los
wayllabambinos celebran la fiesta de la
Mamacha Natividad, patrona del pueblo. Simón Conchoy
se pone en la primera fila de los bailarines de Kachampa o Sacsanpillo, danza que viene desde la época de los inkas. Para
este fin ha alquilado una hermosa vestimenta: Pantalón negro, ceñido al cuerpo,
casaca verde con muchos adornos, máscara que le cubre el rostro, varias hondas
tejidas y un sombrero con cintas
multicolores. Cuando concluyen las danzas en honor a la virgen, se
realiza un acto especial: Los danzantes bailan por parejas, portando gruesos
látigos con los que se golpean por
turno. El que pega demuestra su fuerza:
el que recibe el castigo demuestra su valor
y resistencia pues no se queja. Simón Conchoy lleva en sus manos dos gruesos látigos, que
son dos temibles zurriagos forrados de lana. Nadie quiere ser su
contendor en el latigueo, pues todos
temen la fuerza de sus musculosos brazos. Claro que no faltan quienes, animados
por la chicha y el aguardiente que han bebido, se envalentonan y se le enfrentan pero, al final, terminan
con las piernas y las nalgas reventadas
por los latigazos.
Después de
varios años de participar en la fiesta de la Mamacha y bailar el sacsampillo,
en devoción a la Virgen, Simón recibió el alferado de la danza. Para cumplir la
obligación contraída trabajó todo el
año, de sol a sombra, juntando el dinero que se necesita para el adecuado desempeño del cargo.
Cuando llegó la fiesta de Mamacha Natividad, la casa
de Simón se llenó de amistades, parientes, danzantes y músicos, a quienes
atendió – durante los cinco días que dura el festejo – con desayuno, almuerzo y
comida, más un constante reparto de
aguardiente y chicha. Al concluir la
fiesta y tras realizarse el homenaje, Simón
se levanto muy temprano y le preguntó a
su mujer cuánto habían sido los gastos
de la fiesta y cuánto les quedaba disponible. Ella le dijo que no quedaba nada. Apesadumbrado
y todavía con la resaca de la borrachera de todos esos días, Simón subió a su troje para
bajar algunas sacas de maíz y llevarlas a vender al Cusco. Grande fue su sorpresa al darse
cuenta que apenas le quedaban unas
cuantas sacas. Su mujer le informó que casi todo había tenido para venderse
para solventar los festejos. Apesadumbrado, encostaló casi todo lo que tenía,
lo cargó en dos burros y se dirigió hacia el mercado de la ciudad.
A poco de
salir, cuando iba subiendo la cuesta de
Raqchi, camino de Chinchero, le entró una tremenda sed que le hizo recorrer con
nostalgia toda la chicha y el
aguardiente que había tomado durante la fiesta
y la garganta se le empezó a secar, peor aún que por la cuesta no había
ni un solo lugar donde conseguir agua. Desde la altura vio en la lejanía su humilde casa y, como una
visión, se la imaginó llena de invitados que tomaban abundante chicha y
disfrutaban del convite que él les había
ofrecido todos esos días. Después de vencer la altura, bajó a la pampa de Chinchero y se encontró con un
alma caritativa que le invito un vaso de
chicha pero, en lugar de calmar su sed, le despertó un ansia terrible por
consumir más zumo de maíz hervido y fermentado.
El sol ya
empezaba a inclinarse, cuando Simón pasó por la laguna de Piuray aprovechando
para tomar abundante agua, pero no lograba calmar su sed. Entonces,
imaginándose toda la chicha que bebería cuando llegara al Cusco, aceleró el
pasó, haciendo correr a sus bestias. Muy pronto divisó la gran ciudad y sus rojos techos de tejas.
Por fin llegó a un alojamiento para viajeros que existe en el ingreso de
Arcopata. Antes de descargar el maíz que
llevaba en sus burros, le pidió al posadero que le sirviera doce caporales de
chicha con sus respectivos acompañamientos, que son los platos de la comida que
la casa pone cuando se pide chicha. Mientras le traía el pedido, Simón descargó
los burros y los encerró en el corral. Inmediatamente ingresó al comedor y vio
una rústica mesa llena con los caporales
y los paltos que había pedido. Se sentó y bebió de un solo trago el primer
caporal de chicha, luego continuó con el segundo y así, sin parar ni un
momento, se tomó los doce litros que había pedido y se comió los platos del
acompañamiento. El posadero lo observaba, asombrado, pues nunca había visto una
persona capaz de consumir tanta
bebida y comida en un tiempo tan breve.
Cuando Simón
concluyó, le trajeron la cuenta y allí recién reparó que el maíz que había
llevado, que era todo lo que le quedaba, con las justas alcanzaría para cubrir
el costo de lo que, en un momento, había consumido.
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