jueves, 31 de mayo de 2012


LA VENGANZA DEL CAMPESINO DE PONGOBAMBA
Las  grandes y coloradas papas saltaban de los surcos como piedras: las chakitaqllas volteaban de un solo golpe los terrones. A un costado de la chacra, uno de los hijos de Juan Rayme atizaba un hornito de piedras, donde las watias deberían estar cocidas para la hora del descanso.
Santusa recogía  las papas en una manta. Ella era una joven mujer, de aproximadamente quince años, de tez cobriza, con docenas de trencitas y flores que adornaban sus cabellos. Su montera le colgaba a la espalda, mientras su pollera, de color azul oscuro, flotaba sobre sus rodillas. Sus pies calzaban ojotas de cuero de llama.
Mientras tanto, en la inmensa pampa de Chinchero, al sur de Urubamba, su padre y los otros labriegos seguían hoyando la tierra con pequeños picos.
Los chincherinos  no vivían felices porque los gamonales y las autoridades los extorsionaban. Sin  embargo continuaban viviendo en  comunidades o ayllus, practicando las formas de trabajo que venían de sus ancestros: ayni, minka y otras.
El sol caía como brasa sobre las espaldas sudorosas de los labriegos que continuaban escarbando incansablemente la tierra y sacaban las papas. El humo del hornito subía como un  caracol hacia el cielo. Se hacia tarde y la cosecha era muy pobre debido a las sequias y a las plagas.
De  pronto aparecieron el gobernador y los tenientes  gobernadores, montados a caballo. Después de aperarse de las bestias, empezaron a apoderarse  de los sacos de papa. Juan Rayme y su hija Santusa  trataron de recuperar sus tubérculos  pero, después de algunos forcejos, golpes e insultos,, las  autoridades se impusieron sobre los humildes labriegos y se llevaron las papas con el argumento que eran para el subprefecto de la provincia de Urubamba.
Cuando el sol salió detrás de la montaña Antakilka, el  gobernador partió hacia la capital de la provincia con un regalo de papas y un par de carneros, para presentar la queja ante el subprefecto.
Juan Rayme estaba sentado en el poyo de su casa, lamentablemente de lo sucedido el día anterior. De pronto vio a un  par de policías que montados en briosos caballos se dirigían hacia su bohío. El agrario se nervioso, no supo dónde meterse; tampoco quiso pedir auxilio a su hija, que se encontraba en la cocina preparando el almuerzo. Los guardias bajaron de sus corceles y sin ninguna explicación lo agarraron a puntapiés y cachetadas. No contentos con esta acción, lo amenazaron con meterle un balazo; luego lo atacaron con una soga larga a la montura de uno de los corceles y, a  continuación, emprendieron veloz carrera hacia Urubamba. Cuando Santusa salió de la cocina ya era muy tarde. El bárbaro acto se había consumado en un santiamén, sin darle tiempo a salir en defensa de su padre. 
El labriego fue arrastrado por la cuesta en dirección a la capital de la provincia. Detrás, el otro guardia vigilaba al chincherino que iba sudoroso y cubierto de polvo.
Cuando el preso llegó a Urubamba, la gente que vio semejante cuadro se compadeció y protesto por tan inhumana Actitud. Juan Rayme tenía los labios resecos, su mirada parecía perdida por falta de valor; sus ojotas estaban rotas por el excesivo  y forzado  trajín. El campesino  ingresó a la cárcel  forzado por las autoridades y sin poder defenderse.
Al día siguiente, muy temprano, , Dorotea, la esposa de Juan, y Santusa, su hija, llegaron cargando dos pellejos, frazadas y comida para el preso. Después de una tediosa gestión les permitieron  ingresar a la cárcel. Fue un momento dramático, lleno de lagrimas, abrazos y besos. 
Después de visitar a Juan, ambas mujeres se dirigieron donde el subprefecto. Ellas estaban muy nerviosas pues jamás  habían pisado la puerta de ninguna autoridad. Finalmente, las hicieron ingresar al despacho. Detrás de un escritorio se hallaba la máxima autoridad, sentado en una silleta movible. Él les dijo:
-Buenos días, ¿qué se les ofrece?
-Papay, ayer a mi marido dos guardias han traído jalado por un caballo –dijo Dorotea, muy nerviosa.
-¡Ah… carajo! Todavía vienen a mi despacho… ¡Lisura! ¿Cómo han faltado a mi representante?-hijo  el subprefecto.
-Papay, jamás  te mentiré, que me trague la tierra, sabe la Mamacha que mi esposo y mi hija nunca han  alzado una paja del suelo para faltar a la autoridad.
-¡Carajo, todavía niegan! ¡Carajo! ¡Han faltado a la autoridad!... a mi representante, al representante del gobierno.
-Papay, perdóname, nunca hemos faltado.
-¡Carajo! ¿Todavía mienten? ¡Enciérrenlas, carajo!
El subprefecto llamó a uno de sus subalternos
-¡Carajo! ¡Van a ver quien soy!-dijo el subprefecto
Con lágrimas en los ojos, doña Dorotea se arrodilló, besándole las manos al subprefecto. La autoridad, fingiendo compadecerse, dijo con voz segura y pausada:
-Bueno mujer ¿quieres arreglar y sacar a tu marido de la cárcel?. Quiero la cantidad de mil soles. Este dinero lo quiero mañana mismo para retirar la denuncia interpuesta; caso contrario tu marido será llevado a otra cárcel del país. El dinero que me lo traiga tu hija. ¿Entendiste?
-Si, papay- dijo la mujer.
Las  dos mujeres salieron del despacho con la idea de conseguir el dinero como sea.
Juan  Rayme vivía cerca de la laguna de Piuray, en cuyas aguas había abundante totora. En ella se hospedaban  patos que, todas las mañanas, musicaban hermosas melodías. La vivienda de Rayme era de adobe con techo de paja.
En el camino Dorotea y Santusa decidieron vender su única vaquita, que les daba leche y queso, así como las papas que habían cosechado. La cuesta se les hizo muy pesada, llegando a su casa a latas horas de la noche. Aunque cansadas, fueron a la cocina para prepararse algo de comer, pues desde la mañana no habían probado ningún bocado.
Durante  la noche, la mujer no pudo conciliar el sueño. A su imaginación llegaban mil ideas. Primero conseguir un comprador, segundo vender la vaquita.  Pero ¿vender su única vaquita? Recién se le vino a su corazón un sentimiento hacia el animal que había criado desde su infancia con cariño y haciendo mil sacrificios.
Al día siguiente partió en busca de un comerciante del pueblo de Chinchero, pero el majadero le ofreció un precio muy bajo por la vaquita. Pero, ni modo, no había otra alternativa y tuvieron que venderla. En el momento de entregar la vaca, Santusa y Dorotea se pusieron de acuerdo se pusieron a llorar a raudales, porque ya no tendrían leche, ni queso, ni tampoco una futura cría, pues la vaca se hallaba en estado de preñez avanzada.
Al último  canto del gallo, al sonar los trinares melodiosos de los pajarillos y el graznar de los patos de la laguna de Piuray, Santusa se levantó de madrugada. Fue al manante cercano y se aseó, luego se preparó una sopita de pobre. Después partió  hacia Urubamba  llevando su fiambre de papas, sal y rocoto. También llevaba  el dinero para entregarle al subprefecto  de la provincia. Después de algunas horas de caminata, llego a las puertas del despacho de la autoridad. Santusa se puso muy nerviosa, no quiso tocar la puerta con el puño, porque aún era muy temprano, pero el amor a su padre era muy grande y quería su libertad.  Por consiguiente se animó a golpear la puerta. La puerta. La autoridad salió con una toalla colgada al cuello,  pues había terminado de asearse. La invitó a pasar al despacho. La mujer ingresó nerviosamente. Después bajo su bulto y sacó los mil soles que le entregó contabilizándolos
Después de recibir el dinero, el subprefecto invitó a Santusa a sentarse en una silleta, luego de una habitación contigua, sacó una taza de té con algunas gotas de aguardiente. Ella, al recibir, bebió un primer sorbo; paladeó y  quiso rechazar, pero se contuvo por los nervios. Después de tomar otros sorbos, Santusa se sintió mareada. Se puso a monologar sola, después  a llorar hasta que, finalmente, cayó al suelo. De inmediato el subprefecto la agarro de las manos y la arrastró hasta su dormitorio. Ella tenía los miembros totalmente relajados. Después de acomodarla, el subprefecto empezó a violarla.
Cuando Santusa se despertó, se dio cuenta de los sucedido y, de inmediato, se puso a llorar, pero la autoridad política la amenazó con fiereza si contaba lo sucedido, además le dijo que jamás saldría su padre de la cárcel y, en ultima instancia, lo  haría matar, su venganza llegaría a toda la familia y la obligó a hacer juramento delante del Cristo Crucificado.
Después de algunos días de detención, Juan Rayme salió del cautiverio, Junto con su hija partieron a la comunidad de pongobamba.
El gobernador, ufano y petulante, seguía atropellando y abusando de la humildad de los campesinos.
Juan se tragaba su cólera y pedía a Dios un castigo ejemplar para este gusano. En las noches soñaba que lo mataba, y los días pasaban raudamente.
La santusa empezó a cambiar de carácter y también a engordar. Todos los días agarraba la rueca para hilar, se arremangaba la pollera a la cintura y se pasaba el día haciendo pastar a sus ovejas en los cantos de las chacras.
Una noche oscura, llena de vientos, a Santusa le vinieron los dolores de parto. Su padre enloquecido pedía explicaciones, gritaba como trueno, amenazaba, esta impotente ante la sorpresa. ¿Quién era el autor de este niño’ La mujer guardaba religioso silencio, le caían las lagrimas a torrentes, sus gritos de parto eran terribles, el ¡Ay…! Cundía en la zona. A altas horas de la noche la desesperación de Santusa llegó al máximo. La pobre mujer llevaba ya varios días de dolores, le vio la cara a la muerte y confesó quien era el autor del niño.
En la madrugada, el labriego, con la cólera de un puma dispuesto a pelear, agarró un bastón, puso un cuchillo en su atado de coca y, como un trueno, partió a Urubamba. En el camino iba bramando como un toro en desafío, en sus visiones de cólera veía al maldito subprefecto. Llegó al rayar el alba. A las gentes que encontraba les preguntaba por el odioso. Le contestaron  que el personaje había desparecido de la zona, posiblemente lo habían trasladado, a otro lugar, con el mismo cargo. Nadie conocía el paradero de este negro personaje, que siempre vivió retraído.
Sumamente cansado, Juan Rayme regresó el mismo día a su casa. La sorpresa fue que su nieto ya había nacido. Era una criatura rolliza y colorada. El agrario lloró por su hija mancillada. Después de una lenta resignación, decidió luchar por su hija y su nieto, dándole a este último su apellido.
La figura del subprefecto seguía rondando en la cabeza de Juan Rayme. Él era el causante de todas las desgracias caídas sobre su familia.
Cierto día, el ex subprefecto de Urubamba  enrumbaba hacia Chinchero cabalgando una mansa  yegua negra. Juan Rayme, que se había asomado a la puerta de su choza, tuvo el presentimiento que podría ser el padre de su nieto. La ex autoridad política llegó frente a la humilde choza. Juan Rayme le salió al encuentro con gran calma. Luego de reconocerlo, lo invitó a pasar a una habitación. Sin dejar notar ninguna animadversión, le puso un asiento para que se sentara.
Al enterarse de la llegada del malvado, Santusa cogió en brazos a su vástago y desapareció de la choza. Mientras, Dorotea, que regresaba de pastar a sus ovejas, fue  a la cocina para preparar una comida que invitarían a la ex autoridad.
La ex autoridad política de Urubamba, después de intercambiar algunas ideas, comenzó a indagar sobre el paradero de la Santusa. Juan Rayme le informó que había salido de viaje a un lugar cercano y que mañana, muy temprano, iba a regresar. Esta respuesta incomodó al visitante. Sin embargo, él no tenía noción que tenía un hijo con la joven mujer, puesto que ni siquiera pregunto por él.
Luego de conversar de muchas cosas, la ex autoridad solicito a los dueños de casa que lo alojaran por esa noche. Juan aceptó.
La noche cayó con sus oscuras sombras. Después de cenar, la ex autoridad se fue a dormir a una habitación contigua a la cocina. Dorotea y Juan se fueron a ocupar su pobre tálamo. A altas horas de la noche, Juan Rayme se levantó, se visito y luego se dirigió a la habitación donde el visitante roncaba con el pescuezo  al aire. El campesino cogió un hacha y, armándose de valor, regresó a la habitación donde estaba la Ex autoridad.
La luna brillaba sobre la casa, las estrellas habían aumentado su iluminación. Don Juan ensalibó la palma de su mano y pasó por ella el filo del hacha. Luego la levantó,  dirigiéndola con fuerza hacia el pescuezo largo y colorado, que se partió en dos. La sangre comenzó a brotar a borbotones. Los  miembros empezaron a temblar, luego el cuerpo de la ex autoridad se inmovilizó.
Con la serenidad de un burro viejo, aprovechando la luz de la luna, Juan Rayme sacó de su cocina su cuchillo. Luego de afilarlo, le  cortó los genitales al cadáver y después, le sacó el corazón. Seguidamente se fue a la orilla de la luna de Piuray,  llevando los dos órganos y, con esfuerzo sobrehumano, los lanzó al fondo de las aguas. Luego regresó a su casa. El cadáver  lo enterró  en un hueco formado por la erosión  de la naturaleza y  lo cubrió con tierra. Por último regresó a su casa, limpió, la  sangre que había en la habitación y borró toda pista comprometedora.
Al día siguiente, Dorotea se despertó muy tranquilamente. Igualmente lo hizo Juan Rayme, que empezó a realizar sus tareas agrícolas. Pronto llegó Santusa, cargando a su hijo. Preguntó por el paradero  de la ex autoridad, Rayme le dijo a ella y a su señora que, después de un sueño, la visita se retiró en  dirección al pueblo, montado en su yegua.
Como la ex autoridad pertenecía a la aristocracia cusqueña, su ausencia fue rápidamente notada. Las autoridades empezaron a buscarlo por todas las provincias, perdiendo ya las esperanzas por encontrarlo.
Cierto día, los labradores que moran en los alrededores de la laguna de Piuray, vieron flamear algo rojo, a la plena luz del día. Su reflejo llegaba hasta los lugares más distantes. Así que se empezaron  a contar mil historias sobre esta aparición. Mucha  gente intentó llegar a nado hasta el cuerpo extraño, pero el frio excesivo no lo permitió. Por tanto las conjeturas siguieron creciendo y llegaron hasta comarcas lejanas. Algunas personas, atraídas por los misteriosos comentarios, vinieron hasta la laguna para confirmarlos con sus propios ojos.
Un día un grupo de jóvenes construyo una lancha de totora para llegar hasta el lugar misterioso, pero la expedición fracasó debido a la presencia de abundantes raíces y musgos. Cierta noche, que llovió a torrentes, las aguas de los cerros vecinos desembocaron los totorales y los musgos. Un día, un pastor encentro en las orillas de la laguna, los genitales y el corazón de un hombre. La noticia  del hallazgo corrió por las aldeas vecinas, y también llegó a oídos de Juan Rayme.
Después de reflexionar algún rato, Juan Rayme ingresó a su cocina, busco con los ojos el cuchillo que había utilizado para sacar el corazón y cortar los genitales del ex subprefecto. Después, cuando ya caía la tarde, se fue en busca del gobernador del distrito de Chinchero. Lo encontró en la cantina, donde él y sus subalternos solían beber todas las  tardes. Al ver a Juan Rayme, la autoridad del distrito de Chinchero, le dijo:
-¡Carajo! ¿Acaso me conoces?
-Si, taytay, eres pues el gobernador.
La autoridad política ordenó a uno de sus subalternos que le sirvieran una copa de aguardiente al recién llegado. La  luz del mechero con las justas iluminaba el ambiente. Juan recibió la copa con mucha humildad, bebió el primer sorbo y después saboreó  con placer la bebida. El gobernador aumento más aguardiente a la copa de Juan Rayme. Luego, muy mareado, con aires de todopoderoso y soberbio, le empezó a recriminar al campesino, incluso habló de su hija Santusa, de quien vomitó mil sandeces. Finalmente dijo:
-¿Vale o no vale una autoridad?
El labriego, con la cólera que guardaba en su interior, empezó a buscar un lugar estratégico frente al gobernador. De  pronto, en un solo esfuerzo, sacó el cuchillo reluciente y lo clavó en el corazón de la autoridad del distrito. La sangre empezó a brotar y el cuerpo cayoo pesadamente  ante la mirada atónita de los presentes. Nadie se atrevió  a capturar  a Juan Rayme. Él, con serenidad inaudita, salió  al exterior de la cantina y enrumbó a su bohío. Cuando llegó, encontró a su esposa y a su hija durmiendo en sus respectivos lechos. Juan las despertó y les contó todo lo sucedido y, después de darse valor, se dirigió a la cocina para prepararse algo de comer.
Al día siguiente, cuando rayaba el alba, después  de desayunar un pobre plato de sopa de papa, Juan de despidió de sus seres queridos. Cargando el cuchillo filudo partió hacia Urubamba a entregarse a las autoridades y confesar los crímenes que cometió en defensa del honor de su hija.

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